Vyrenthal – Amanecer del Día 95
El amanecer pintó el cielo de Vyrenthal con un suave tono rosado, las hierbas luminosas brillando con un resplandor azul pálido bajo la luz naciente. Kael Vanthelion se despertó temprano, deslizando con cuidado el brazo de Sylia, que dormía acurrucada contra él. Su respiración era tranquila, sus orejas felinas temblando ligeramente, y su cola descansaba sobre la manta. La noche anterior, el calor de su abrazo había traído una paz inesperada a la pequeña habitación. Se levantó en silencio, ajustándose la túnica negra con runas bordadas que ahora era parte de su vida en este pueblo.
Miró por la ventana hacia el Bosque de las Sombras, que se alzaba detrás de la casa como una invitación silenciosa. El pabellón necesitaba más madera para los bancos y detalles finales, según le había dicho Tharok. Kael decidió ir solo; Sylia merecía descansar tras los días de trabajo, y él quería un momento de soledad para ordenar sus pensamientos. Tomó la hacha del cobertizo y una cuerda, saliendo al fresco de la mañana con pasos decididos.
Bosque de las Sombras – Mediados de la Mañana
El bosque estaba lleno de vida matinal: el canto de aves semihumanas con plumas iridiscentes, el crujir de hojas bajo sus botas, el susurro del viento entre los árboles altos y retorcidos. Kael caminó por un sendero estrecho, el hacha colgada al hombro, mientras los rayos de sol se filtraban a través del dosel, proyectando patrones dorados sobre el musgo. A medida que avanzaba, su mente se perdió en una pregunta que lo había atormentado desde su reencarnación: ¿por qué aún conservaba sus poderes?
Recordaba fragmentos de una vida anterior, imágenes de un pasado donde había sido alguien poderoso, alguien temido. Pero al reencarnar en Lysara como un niño huérfano, esperaba que todo eso se desvaneciera. Sin embargo, la levitación venía tan naturalmente como respirar, un hechizo común que los aldeanos usaban a diario. Pero había algo más, algo raro: la teletransportación, un arte que ni los magos más hábiles de Lysara dominaban. Era un secreto que guardaba, un don que lo distinguía incluso entre los semihumanos. ¿Era un resto de su vida pasada, un eco que no podía borrar? Sacudió la cabeza, pero el pensamiento lo llevó a un recuerdo más profundo.
Era un niño de cinco años, solo junto a un lago cristalino rodeado de salsas llorones. El agua reflejaba un cielo azul claro, y el aire olía a tierra húmeda y flores silvestres. Jugaba con piedras, lanzándolas para verlas rebotar, cuando vio algo extraño flotando cerca de la orilla: una fruta de color púrpura oscuro, con vetas doradas que pulsaban como si estuviera viva. Curioso, la recogió, notando su peso ligero y un aroma dulce que lo tentó. Sin pensarlo, la mordió. El sabor era intenso, una mezcla de miel y especias, pero antes de terminarla, un mareo lo golpe. El mundo giró, las sombras se alargaron, y cayó al suelo, desmayándose. Cuando despertó, estaba en un bosque desconocido, su ropa hecha jirones, y una voz lejana susurraba su nombre. Ese día marcó un cambio; Los primeros destellos de magia aparecieron, pequeños trucos que lo salvaron de la inanición.
Kael salió del recuerdo, parpadeando mientras regresaba al presente. El bosque seguía igual, pero su corazón latía más rápido. ¿Había sido esa fruta la clave? ¿Algo en su reencarnación lo había ligado a esa magia, incluso a la teletransportación? No tenía respuestas, y por ahora, decidió enfocarse en su tarea. Siguió caminando, buscando árboles adecuados. Encontró un claro con un grupo de robles robustos, sus troncos horribles y rectos, perfectos para el pabellón.
Con un solo movimiento fluido, blandió el hacha en un arco amplio. El filo cortó el aire, y veinte árboles cayeron al unísono, sus ramas crujiendo contra el suelo en una sinfonía de madera. Kael dejó el hacha a un lado, extendiendo las manos mientras murmuraba el hechizo levitador: "Levanta, madera viva". Los troncos se alzaron lentamente, flotando a un metro del suelo, y los guió con gestos precisos, formando una fila ordenada que lo siguió como un desfile silencioso. El esfuerzo era mínimo; la levitación era tan común en Lysara que los niños la practicaban con juguetes. Caminó de regreso a Vyrenthal, los árboles flotando detrás de él, su túnica ondeando con la brisa.
A medida que se acercaba al pueblo, una sensación extraña lo recorrió, como un cosquilleo en la nuca. Miró hacia los árboles lejanos, sintiendo que alguien lo observaba desde la distancia. No vio nada, solo sombras moviéndose con el viento, pero el instinto le decía que no estaba solo. Decidió ignorarlo; Tal vez era un cazador o un espíritu del bosque. Mantuvo su paso firme, llegando a la aldea con los troncos flotando a su alrededor.
Vyrenthal – Tarde del Día 95
Los aldeanos alzaron la vista cuando Kael entró, sus ojos abriéndose con sorpresa y admiración. Tharok dejó caer un martillo, riendo fuerte.
—¡Veinte de una vez, Kael! Eres más rápido que un hombre-toro con prisa.
Kael sonriendo levemente, bajando los troncos con un gesto final del hechizo.
—Los encontré en un claro. Haced con ellos lo que necesitéis.
Liora se acercó, ajustándose el cabello verde mientras inspeccionaba la madera.
—Esto será perfecto para los bancos y el altar. Gracias, Kael. —Los niños elfos corrieron a tocar los troncos, riendo mientras intentaban levantarlos con magia levitadora propia, aunque solo lograban mover pequeñas ramas.
Kael ascendió, dejando que los trabajadores tomaran el control. La sensación de ser observado volvió por un instante, pero se desvaneció cuando Eryndor lo llamó para ofrecerle una taza de té. Aceptó, bebiendo en silencio mientras veía a los aldeanos trabajar. Sin embargo, su mente seguía inquieta y decidió volver a casa. Caminó hacia la pequeña vivienda, el sol comenzando a descender y tiñendo el cielo de naranja.
Al llegar, encontró a Sylia sentada afuera en el porche, sus piernas cruzadas y su cola moviéndose lentamente. Estaba tejiendo una cuerda de hierba, sus orejas felinas erguidas al escuchar sus pasos. Sus ojos ámbar se alzaron, brillando con alivio.
—¡Kael! Estuve preocupada. ¿Dónde estuviste?
Él se acercó, sentándose a su lado.
—Fui al bosque por más madera. Los dejé con los trabajadores. —Hizo una pausa, mirando sus manos. —Pero voy a salir otra vez. Necesito ir al reino vecino, Aetherion, a buscar algunas cosas.
Sylia dejó la cuerda, sus orejas inclinándose.
—¿Puedo ir contigo? Quiero ayudar.
Kael negó con la cabeza, su expresión firme pero gentil.
—No esta vez, Sylia. Es un viaje corto, y prefiero que te quedes aquí, segura.
Ella hizo un puchero tierno, sus labios fruncidos y sus ojos brillando con engaño. Kael rió suavemente, extendiendo una mano para acariciarle la cabeza, sus dedos rozando sus orejas felinas.
—Eres valiente, pero también importante aquí —dijo, su voz cálida. —Cuida el pabellón por mí, ¿sí? Volveré pronto, te lo prometo, mi pequeña luz.
Sylia suspir, pero su puchero se suaviz bajo su caricia.
—Está bien... Pero vuelve rápido.
Kael ascendió, poniéndose de pie. Con un paso y un destello sutil de luz —un acto de teletransportación que guardaba como su secreto más profundo, algo que ni los magos de Lysara podían igualar—, desapareció de la vista de Sylia. Reapareció en un callejón estrecho y oscuro en Aetherion, oculto entre edificios de piedra, donde nadie lo vio. Ajustó su túnica, salió al mercado con pasos normales, y se encontró en un lugar muy diferente a Vyrenthal.
Aetherion – Tarde del Día 95
Kael Vanthelion emergió del callejón oscuro, ajustándose la túnica negra mientras el bullicio del mercado de Aetherion lo envolvía. El reino era un contraste vibrante con Vyrenthal: calles de piedra tallada, edificios elegantes, y un aire cargado de especias, hierro forjado y pan recién horneado. A diferencia de Lysara, donde los semihumanos dominaban, aquí solo había humanos —hombres y mujeres de piel variada, algunos con túnicas ricas, otros con ropas simples de trabajo. Sus ojos azul grisáceo escaneaban la multitud, su cabello plateado atrayendo miradas curiosas, pero nadie lo detenía. Su misión era clara: encontrar un herrero para encargar herramientas para el pabellón de Vyrenthal.
Camino entre los puestos, el sonido de trueques y risas llenando el aire. De pronto, su atención se desvió hacia un grupo de hombres corpulentos que avanzaban con cadenas en las manos. Llevaban esclavos semihumanos —un elfo de orejas largas con marcas de látigo, una mujer-lobo de piel gris con ojos hundidos, un mago escamoso encadenado por el cuello—. Sus rostros reflejaban resignación, sus movimientos lentos bajo el peso de las cadenas. Kael se detuvo, observando en silencio. Una parte de él quería actuar, liberar a aquellos que sufrían, pero se contuvo. No era su lugar, no aún. Siguió caminando, dejando que la escena se desvaneciera detrás de él, aunque el peso de la injusticia se asentó en su pecho.
A unos metros, el sonido de los cascos resonó en el empedrado. Kael giró la cabeza y vio a un grupo de caballeros montados en caballos negros, sus armaduras relucientes bajo el sol de la tarde. Llevaban capas rojas con logos bordados en los hombros: símbolos de dioses estilizados, círculos entrelazados con rayos y estrellas. Los observaron con atención, y algo en aquellos emblemas despertó un eco en su mente. Se quedó inmóvil, sus ojos fijos en los logos, y un recuerdo antiguo, enterrado bajo capas de tiempo, emergió como una ola.
Recuerdo – Hace 8.000 años
Kael estaba de pie en un trono de obsidiana, rey de su universo, un reino vasto donde las estrellas eran sus subditos y los planetas giraban bajo su voluntad. Su armadura dorada brillaba con runas vivas, y su espada divina descansaba a su lado, una hoja de luz que cortaba la eternidad. Había viajado a otro universo, atraído por rumores de un dios desequilibrado. Allí, en el vacío del espacio, lo esperaba Ekrion, una figura colosal de piel negra como el ébano y ojos llamantes, su presencia distorsionando las galaxias a su alrededor.
La oscuridad infinita se extendía por el vasto vacío. Sin un suelo visible ni límites definidos, solo el titilar lejano de estrellas distantes rompía la negrura absoluta. En ese escenario atemporal, dos fuerzas colosales se enfrentaban, representando destinos opuestos de existencia.
Ekrion, el dios destructor, emanaba un aura ominosa, una energía oscura y pesada que parecía corromper el mismo tejido de la realidad. Su figura, envuelta en sombras ondulantes y destellos de caos, irradiaba un poder capaz de hacer temblar universos enteros. Con solo su voluntad, la realidad vibraba al borde de la aniquilación.
Fr Kael Vanthelion permanecía sereno en su Trono, envuelto en una calma imperturbable. Aunque en apariencia joven, su presencia emanaba una autoridad antigua, como si en su interior residiera el eco de un poder olvidado por el tiempo. Ekrion flotaba entre planetas, su voz resonando como un trueno.
—He decidido destruir esta realidad por capricho —declaró, su risa haciendo temblar las estrellas. —Pero primero, haré que mi nombre sea conocido. Que todos los seres vivos, desde los mortales hasta los dioses, se inclinan ante mí.
Con un gesto, Ekrion liberó una onda de energía que atravesó el multiverso. Su nombre se esparció como un virus, susurrado por vientos cósmicos, gritado en templos, grabado en piedras. Seres de incontables mundos cayeron de rodillas, haciendo reverencias a Ekrion, su fama creciendo hasta volverse omnipresente. Kael, desde su trono distante, sintió la perturbación y actuó. Con un simple movimiento de su mano, recorrió todo el universo en menos de un microsegundo, su figura un borrón de luz que cruzó galaxias y nebulosas hasta llegar frente a Ekrion en el centro del espacio.
—Deja de amenazar a los otros dioses con borrar la realidad —dijo Kael, su voz calmada pero firme. —Conmigo no funcionará.
Ekrion rió, un sonido tan potente que varios planetas a su alrededor explotan en llamas y polvo estelar, sus fragmentos flotando como cenizas.
—Crees que puedes detenerme, mortal? —se burló, chasqueando los dedos.
El espacio-tiempo se corrompió al instante. Realidades se doblaron, estrellas se desvanecieron, y el tejido del universo comenzó a deshacerse en un caos de colores y sombras. Kael actuó rápido, extendiendo una mano para agarrar un pedazo de la realidad —un fragmento de un planeta, un trozo de cielo— sosteniéndolo antes de que se borrara por completo. Ekrion, furioso por la resistencia, sacó una lanza divina, su punta brillando con energía negra, y la lanzó hacia Kael con una fuerza que rasgó el vacío.
Kael, sin inmutarse, guardó el pedazo de realidad en un círculo luminoso que flotó detrás de él, atrapándolo como un escudo. Justo antes de que la lanza lo atravesara, la atrapó con una mano, el impacto enviando ondas de choque por el espacio. Con un movimiento fluido, desenvainó su espada divina, una hoja de luz pura que cantaba al ser liberada. Ekrion respondió, sacando una espada propia, una arma de fuego estelar que crepitaba con poder.
El combate comenzó. Sus espadas chocaron, y el universo entero tembló. Cada golpe enviaba ondas de energía que destruían asteroides y creaban nuevos agujeros negros. Kael esquivó un tajo, girando para contraatacar, su espada cortando el aire con precisión letal. Ekrion rugió, su espada descendiendo como un meteoro, pero Kael la bloqueó, el choque iluminando el vacío con un resplandor cegador. La batalla duró eones en un instante, sus movimientos una danza de poder divino, hasta que todo se nubló en blanco.
Aetherion – Tarde del Día 95
Kael parpadeó, regresando al presente. El mercado seguía bullendo a su alrededor, los caballeros ya desaparecidos en la distancia, sus caballos perdiéndose entre la multitud. Se pasó una mano por la frente, el sudor frío grabándole la intensidad del recuerdo. Era solo un eco de hace 8.000 años, una vida que apenas reconocía como suya. Sacudió la cabeza, decidiendo dejarlo atrás. No era el momento de perderse en el pasado; Tenía una tarea que cumplir.
Siguió caminando, sus pasos firmes entre los humanos de Aetherion. El sol comenzaba a descender, tiñendo las calles de tonos anaranjados. Después de unos minutos, encontró una herrería al final de una callejuela. El sonido de martillos contra yunques llenaba el aire, y el olor a metal caliente lo recibió al entrar. Un herrero de barba gris, con brazos musculosos y un delantal de cuero, alzó la vista desde su trabajo.
—Bienvenido —dijo el hombre, limpiando las manos. — ¿Qué buscas?
Kael lo observó un momento, luego habló con calma.
—Necesito herramientas: martillos, cinceles y clavos fuertes. Para un pabellón en mi pueblo.
El herrero ascendiendo, evaluándolo.
—Puedo hacerlas. ¿Cuantos y para cuando?
—Diez de cada una, lo antes posible —respondió Kael, sacando unas monedas de su túnica. —Pagaré por adelantado y recogeré mañana.
El herrero tomó las monedas, sonriendo.
—Trato hecho. Volvé al mediodía. —Se giró hacia su yunque, comenzando a trabajar mientras Kael salía de la tienda.
Tras un rato, llegó a una plaza amplia donde un edificio de piedra se alzaba con un cartel que decía "Gremio de Aetherion". Las puertas de madera tallada estaban abiertas, y el sonido de risas y clinking de monedas salía del interior. Intrigado, Kael decidió entrar. Antes de cruzar el umbral, cerró los ojos y murmuró un sello interno, restringiendo su poder al 99.99%. La teletransportación, un don raro que ni los mejores magos de Lysara poseían, y otros vestigios de su pasado quedaron ocultos bajo una fachada humana. Mantendría un perfil bajo, como un viajero común.
Entró al gremio, el interior cálido y lleno de vida. Mesas de madera estaban ocupadas por aventureros humanos —algunos con cicatrices, otros con mapas en mano— mientras el aroma a cerveza y pan llenaba el aire. Se acercó al mostrador, donde una mujer de cabello castaño y ojos agudos lo recibió con una sonrisa.
—Bienvenido, forastero. ¿Buscas trabajo o información?
Kael inclinó la cabeza.
—Estoy de paso. ¿Hay algo que necesiten?
Luego de que Kael se registro.
La mujer revisó un tablón detrás de ella, sacando un pergamino.
—Tenemos una misión sencilla para un Rango E como tu. Un nido de lobos salvajes está atacando caravanas al norte. Necesitamos que lo elimines. La recompensa es 50 monedas de oro.
Kael asintió, tomando el pergamino.
—Lo haré.
Norte de Aetherion – Tarde del Día 95
Salió del gremio y caminó hacia el norte, el sol descendiendo lentamente. Llegó a un bosque denso donde los árboles se alzaban como guardianes silenciosos. El nido de lobos no estaba lejos; sus aullidos resonaban entre los troncos. Con un movimiento rápido, sellado al 99.99%, Kael actuó. En menos de un microsegundo, su figura se desvaneció y reapareció, eliminando a los lobos con un golpe preciso de su hacha, usando solo su habilidad física amplificada por años de instinto. El silencio volvió al bosque, la misión completada.
En lugar de regresar al gremio, Kael decidió descansar. Encontró un roble antiguo con ramas bajas y se acostó debajo, el césped fresco contra su espalda. El cansancio lo envolvió, y cerró los ojos, el sueño llevándolo a un recuerdo profundo.
Recuerdo – Hace 8,000 Años
El choque de espadas resonó en el vacío, el blanco cegador dando paso a una escena de devastación. Kael estaba de pie, su armadura dorada rasguñada, sangre divina goteando de cortes en sus brazos. Frente a él, Ekrion yacía casi despedazado, su cuerpo negro hecho jirones, un ojo llameante apenas abierto. El espacio alrededor estaba destrozado, fragmentos de planetas flotando como escombros.
Ekrion rió débilmente, su voz un eco roto.
—¿Por qué defiendes este mundo, Kael? ¿Por qué luchas contra mí? No tienes nada que ganar.
Kael lo miró, su espada divina temblando en su mano.
—Porque no tengo otra cosa más que hacer —respondió, su tono frío pero cargado de resignación.
Ekrion soltó una risa ahogada, pero antes de que pudiera replicar, Kael alzó su espada al cielo.
—Existential Destruction —declaró, su voz resonando como un trueno cósmico.
Bajó la espada con un movimiento lento pero implacable, atravesando el pecho de Ekrion. El dios explotó en una oleada de energía, su cuerpo disolviéndose en un Big Bang que iluminó el vacío. Nuevos multiversos nacieron, universos expandiéndose con planetas y estrellas, galaxias girando en un caos hermoso. Kael, inmóvil, chasqueó los dedos, y un sistema de información apareció ante él, un holograma azul con un botón brillante etiquetado "Reinicio".
Lo tocó, y la creación se comprimió en un instante, el Big Bang colapsando antes de expandirse de nuevo, mucho más rápido. La existencia misma se estabilizó, volviendo a la normalidad, los multiversos restaurados. Pero Kael no estaba satisfecho. Con un movimiento rápido, se atravesó el pecho, su mano extrayendo un corazón latiendo de luz dorada. Lo transformó en una fruta púrpura con vetas doradas, su esencia divina contenida en cada fibra.
Activó un hechizo de invisibilidad, su figura desvaneciéndose, y viajó al pasado. Allí, junto al lago cristalino, vio a su yo de cinco años jugando con piedras. Con un gesto, arrojó la fruta cerca de la orilla, observándola desde las sombras mientras el niño la encontraba, la comía, y caía desmayado. El ciclo se cerró, y Kael sintió que un peso se levantaba de su alma.
Norte de Aetherion – Atardecer del Día 95
Kael despertó de golpe, su respiración agitada.
—Con que estoy recuperando mis recuerdos... —murmuró, mirando el cielo anaranjado. Habían pasado más de tres horas. El recuerdo de la batalla con Ekrion y el acto de crear la fruta lo dejaron aturdido. Se levantó, sacudiendo la tierra, y recordó el gremio y el herrero. Decidió volver.
Llegó al gremio, donde los aventureros lo miraron con sorpresa.
—¡Pensamos que estabas muerto! —dijo la mujer del mostrador. —El nido era peligroso.
Kael entregó el pergamino, su expresión neutra.
—Está hecho.
Ella le dio 50 monedas de oro, aún asombrada.
Aetherion – Noche del Día 95
Kael guardó las monedas y caminó hacia la herrería. El herrero lo recibió con las herramientas listas: martillos, cinceles y clavos fuertes.
—Perfecto a tiempo —dijo, entregándoselas. Kael pagó el resto y las guardó, su mente aún en el recuerdo.