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David Crawley: reencarnado en un drama ajeno

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Synopsis
Acompaña a David Crawley, un niño renacido en el corazón de una familia inglesa a finales del siglo XIX. Tras una grave fiebre, recupera los recuerdos de una vida anterior y, con ellos, una mirada distinta sobre el mundo que lo rodea. La historia oscila entre lo cotidiano y lo extraordinario. Tiene un tono realista, una fantasía sutil que nunca rompe del todo las reglas del mundo en el que se desarrolla, y momentos de humor inesperado que iluminan el día a día. David empieza a influir de forma inesperada en el curso de los acontecimientos que lo rodean. ¿Qué efecto mariposa puede provocar su presencia en esta nueva era? Este es mi primer fanfic. Por favor, perdonad errores, mala escritura y faltas ortográficas. Estoy abierto a críticas constructivas. Gracias. Historia escrita con ayuda de inteligencia artificial.
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Chapter 1 - El despertar de David Crawley

—David… David, despierta… parece que está empezando a despertarse.

La voz me llega como a través del agua, distante, distorsionada, como si el aire mismo resistiera su paso hasta mis oídos. Intento abrir los ojos, pero mis párpados pesan una tonelada. El calor me abruma. El sudor me empapa la frente. Y el dolor… el dolor de cabeza es como un tambor golpeando dentro de mi cráneo.

¿Qué demonios me pasa? ¿Dónde estoy?

Recuerdo… el trabajo. Sí, salí tarde esa noche. Las luces de la calle. La bocina de un coche. El impacto. Después, oscuridad.

—¿Madre, cómo está David? ¿Le ha bajado la fiebre? —pregunta una voz infantil, inquieta.

—Oh, Matthew, cariño... aún está caliente, pero le está bajando. Ven, siéntate. Parece que se está despertando. Espera un poco —responde una mujer con tono suave, maternal.

¿Matthew? ¿Madre? ¿Quiénes son? ¿Por qué me llaman David?

Debo de estar en el hospital, tal vez una enfermera y su hijo me están cuidando. Quizás encontraron mi cartera y… pero no, algo no cuadra.

El sonido que hacen sus pasos al moverse... ¿eso es madera? ¿Qué hospital moderno tiene suelo de madera que cruje así?

Con un esfuerzo titánico, consigo entreabrir los ojos. La luz me ciega al principio, así que parpadeo varias veces hasta que mi vista se aclara. Estoy en una habitación… pero no en una habitación hospitalaria.

Frente a mí hay una mujer de unos cuarenta años, de rostro amable, con ojos llenos de preocupación. Viste de forma sobria y antigua. A su lado, un niño de unos ocho años me observa con una mezcla de expectación y duda. Su ropa recuerda a algo sacado de Oliver Twist: camisa blanca, pantalón corto y medias oscuras. En su mirada hay una cercanía extraña, como si me conociera de toda la vida… aunque yo no pueda decir lo mismo.

La habitación es anticuada, pero cuidada con esmero. Lámparas de aceite descansan sobre mesillas de madera pulida. Las paredes están cubiertas con papel pintado de tonos suaves, con motivos florales perfectamente conservados. El suelo es de tablones de madera oscura, relucientes bajo una alfombra gruesa tejida a mano. Hay dos camas individuales; estoy acostado en una de ellas. Juguetes de madera, libros infantiles encuadernados y un osito de peluche descansan ordenadamente en algunos rincones del cuarto.

Todo esto grita una sola palabra: antiguo.

—David, hijo… ¿cómo estás? —pregunta la mujer, acercándose a mí.

—¡Qué bien que te has despertado! ¿Estás mejor? —dice el niño, con alegría.

Mi lengua está seca, mi garganta arde, pero logro murmurar:

—Tengo calor… me duele la cabeza… pero… ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde estoy?

El aire se congela. La mujer se queda inmóvil. Su rostro palidece. El niño me mira, confundido, como si no entendiera mis palabras. La mujer cierra los ojos, respira hondo, y al abrirlos de nuevo intenta forzar una sonrisa, aunque sus ojos reflejan angustia.

—Oh, cariño… parece que la fiebre fue tan alta que te ha hecho olvidar cosas. No te preocupes, seguro que con descanso todo volverá. Voy a llamar a tu padre para que venga del hospital y te revise.

Se levanta apresurada. Casi tropieza con la alfombra en su camino a la puerta. Antes de salir, se vuelve hacia el niño:

—Matthew, quédate aquí con él. Puedes hablarle, pero no lo molestes mucho. Si sube la fiebre o recuerda algo, me llamas.

El niño asiente con seriedad.

La puerta se cierra tras ella con suavidad, pero sus pasos retumban en el pasillo, seguidos por un grito ahogado:

—¡Que llamen al doctor Crawley inmediatamente! ¡Es una emergencia! ¡David no nos reconoce! ¡Que llegue lo más pronto posible!

La habitación queda en silencio salvo por la respiración del niño. Me observa en silencio, como esperando que diga algo más. Yo, mientras tanto, intento ordenar mis pensamientos.

¿Doctor Crawley? ¿Mi padre? Imposible. Mi padre era médico, sí, pero ya había muerto hace casi un año. No se apellidaba Crawley. Y definitivamente no vivíamos en una casa como esta.

No reconozco a esta mujer. No reconozco a este niño. Y esta habitación… ¿dónde diablos estoy?

Intento incorporarme, pero mis movimientos se sienten torpes, limitados. Mis brazos... son pequeños. Miro mis manos. Son diminutas, suaves, regordetas.

Manos de niño.

Mi respiración se acelera. El corazón me late con fuerza.

Esto no es normal. Esto no es una broma. Miro mis piernas bajo la sábana. Pequeñas. Cortas. Todo en mí es infantil.

—¿Estás bien, David? ¿Quieres que llame a mamá? —pregunta Matthew, alzándose un poco.

—No… no hace falta. Solo… ¿puedo tomar un poco de agua?

—Claro, espera. Aquí tienes, pero bebe despacio.

Me acerca un vaso. El agua fresca es un bálsamo. Mientras bebo, pienso:

Calma. Respira. Piensa.

Cuatro posibilidades me vienen a la cabeza:

Estoy soñando. Todo esto es una fantasía producida por un coma, un trauma o un golpe en la cabeza.

He viajado en el tiempo y estoy en mi propio cuerpo infantil, en una época anterior.

Estoy atrapado en una mezcla entre un experimento grotesco y El show de Truman, versión victoriana.

He transmigrado o reencarnado en el cuerpo de un niño del siglo XIX, como en esas novelas web que solía leer.

De momento, no puedo descartar ninguna… aunque probablemente la primera ya no tiene sentido. Me duele la cabeza. Puedo pensar con claridad. Esto no se siente como un sueño.

—¿Te sientes mejor? —pregunta Matthew, interrumpiendo mis pensamientos.

—Sí, gracias. ¿Puedo hacerte unas preguntas?

—Claro.

—¿Sabes qué año es?

El niño frunce el ceño, extrañado.

—Estamos en 1895, ¿por qué lo preguntas?

Mi corazón da un vuelco. Confirmado.

—¿Y dónde estamos?

—En Manchester. Donde siempre hemos vivido.

—¿Vivimos tú y yo?

—¡Claro! Eres mi hermano mellizo.

—¿Mellizo? —repito, atónito.

—Sí, nacimos en 1887. Tú eres el mayor. Siempre te gusta recordármelo.

—¿Y cuánto tiempo he estado enfermo?

—Una semana. Los primeros días estabas solo un poco débil, pero hace cuatro días te subió la fiebre muchísimo. Mamá estaba muy preocupada. No se separó de ti. Padre también quería quedarse, pero en el hospital tenía muchos pacientes. Yo... también tuve miedo —admite, bajando la cabeza.

Me quedo en silencio, procesando. A pesar de todo, este niño… Matthew… parece genuino. Preocupado. Afectuoso.

—Gracias, hermano. Siento haberos preocupado.

Él sonríe, algo tímido, pero sincero. Yo aparto la mirada.

—Matthew, creo que voy a dormir un poco. Me duele la cabeza aún. Tal vez si descanso recuerde algo.

—Está bien. Yo estaré aquí —dice, cogiéndome la mano con cuidado.

El tacto es cálido, reconfortante. Me dejo llevar. Cierro los ojos. La oscuridad me envuelve de nuevo.

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En el piso inferior, mientras los hermanos conversaban en voz baja, el eco del grito de la señora Crawley parecía flotar en el aire. En la cocina, la señora Bird detuvo su cuchillo sobre la cebolla

—¿Qué…? —susurró, pero no había nadie a quien dirigirse.

El silencio tras el grito fue más inquietante que el sonido mismo.

Se secó las manos en el delantal, avanzó hasta la ventana trasera de la cocina y apartó la cortina.

En el jardín trasero, Rupert, el joven jardinero, arrancaba malas hierbas junto al seto.

Su cabello rojo encendido destacaba bajo el sol de la mañana, rebelde como una hoguera mal contenida. Tenía un aire despreocupado en los hombros, pero sus movimientos eran meticulosos.

—¡Rupert! —llamó con apremio.

Él alzó la vista de inmediato, con unos ojos azul grisáceo que parecían siempre sorprendidos.

—Corre al hospital. Dile al doctor Crawley que vuelva cuanto antes. David… David ha despertado, pero no reconoce ni a su madre ni a su hermano.

El muchacho palideció. Asintió sin palabra alguna y echó a correr, los rizos oscilando al ritmo de su carrera.