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Chapter 1 - Capítulo 1: El Dolor del Despertar

Capítulo 1: El Dolor del Despertar

La vida de Alexander Thorne, aunque apenas tocaba los once años, ya era una cruda sinfonía de supervivencia.

No tenía el lujo de los recuerdos tiernos de unos padres, ni la calidez persistente de un hogar; su existencia se había diluido en la monotonía de una sucesión interminable de orfanatos grises.

Aquellos lugares, impersonales hasta la médula, operaban bajo una única ley inquebrantable: la del más fuerte, o más a menudo, la del más astuto. Alex había dominado ambas facetas con una precocidad que helaba la sangre.

Su inteligencia, una chispa que ardía ligeramente más brillante que la de sus coetáneos, y una astucia natural forjada en innumerables peleas en el patio —donde la jerarquía se establecía a golpes y la comida era un botín— y las noches eternas roídas por el hambre, eran sus únicas armas, sus escudos contra un mundo que no ofrecía piedad.

Había aprendido, de la manera más brutal, que la soledad era una compañera constante, silenciosa pero siempre presente, y que la desconfianza era la armadura más impenetrable que podía forjarse. Era un observador silencioso, un fantasma en su propia vida, un superviviente nato que analizaba cada interacción, cada gesto, cada palabra, sin inmiscuirse, un pequeño nómada forzado a deambular por un mundo indiferente, que parecía empeñado en pisotearlo hasta la nada.

La mañana de su undécimo cumpleaños, o al menos el día que el orfanato había marcado como tal, comenzó de forma abrupta, sin la suave caricia del sol, sino con un dolor de cabeza pulsante que lo arrancó sin piedad de un sueño intranquilo.

No era el dolor familiar, el eco sordo de un puñetazo recibido en la cabeza la noche anterior, ni el retortijón persistente de días sin una comida decente. Este malestar era diferente, más profundo, una vibración interna que se sentía cósmica, como si su propia esencia estuviera latiendo al ritmo de un tambor lejano, uno que tocaba una melodía ancestral, resonando en sus huesos.

Era un presagio inconfundible, una señal. Un leve reflejo, quizás, de las fuerzas primigenias que dormían, inquietas, en lo más profundo de su ser. Una herencia milenaria, forjada del antiguo poder del tiempo y la esencia etérea de una diosa, comenzaba a agitarse, a reclamar su lugar.

Su cuerpo, aunque joven y sorprendentemente resistente para su edad, sentía una presión inmensa, como si un océano vasto y desconocido quisiera desbordarse desde su interior, amenazando con ahogarlo. Aquel poder latente era casi demasiado para su frágil estructura física, ya debilitada y maltrecha por años de mala alimentación y las cicatrices visibles e invisibles que las innumerables peleas callejeras habían dejado en su piel y en su alma.

Lo que Alex no sabía, lo que su supuestamente aguda percepción no le permitía discernir, era la verdad oculta que lo envolvía, una burbuja invisible de protección. Su percepción, aquella que él creía infalible y que lo había salvado en múltiples ocasiones de peligros tangibles, resultaba impotente, cegada, ante la abismal distancia desde la cual era observado.

En las sombras que solo los dioses podían conjurar, cubierta por el aura de un poder ancestral que fluía como un río subterráneo, oculto a los ojos mortales, su madre, Hestia, lo vigilaba. La diosa del hogar y la llama, quien una vez fuera el pilar silencioso y sereno del Olimpo, el faro inmutable de la paz y la estabilidad, había sido forjada de nuevo, no en la forja de Hefesto, sino en el dolor imborrable del amor y la pérdida. Su corazón divino, antes impasible, ahora latía con una determinación feroz.

Su transformación, la chispa de su nueva e indomable voluntad, había comenzado mucho antes del nacimiento de Alex. Había surgido del caos inimaginable que siguió a la Gran Guerra del Tiempo.

Aquel conflicto, que había desgarrado la fábrica misma de la existencia, había dejado los universos en un estado catastrófico, una cicatriz cósmica imposible de sanar.

El espacio universal colapsaba sobre sí mismo, devorando estrellas y galaxias; planetas enteros eran desintegrados en polvo estelar y escombros ardientes; la anarquía reinaba sin oposición, como una plaga implacable, consumiendo toda lógica y orden.

Las fisuras interdimensionales, heridas abiertas y supurantes en el tejido de la realidad, se abrían y cerraban constantemente, vomitando residuos de mundos moribundos y conduciendo a lugares desconocidos, insondables para cualquier mente mortal o incluso divina. Los pocos moribundos que quedaban en los restos de su propio universo se extinguían lentamente, sus ecos desvaneciéndose en el vacío del olvido.

Entre ellos se encontraba John, un Señor del Tiempo relativamente joven, de unos quinientos años, cuyo rostro, aunque marcado por la vejez temporal y la sabiduría de su raza, aún conservaba la chispa de una juventud eterna, un destello de aventura en sus ojos.

Al borde del fin, con su esencia deshilachándose como un velo antiguo, se encontró atraído inexorablemente hacia una de esas grietas dimensionales, un remolino hipnótico de colores y distorsiones que prometían un escape o una condenación final. En ese momento, no podía saber lo que le esperaba; ¿cómo podría un ser de su especie, acostumbrado a las certezas controladas del tiempo y el espacio, esperar terminar varado en otro mundo completamente ajeno a su comprensión?

Tampoco podía prever que el colapso de su propia realidad, el fin de su civilización y de todo lo que conocía, iniciaría lo que a futuro sería conocido, en los círculos más ocultos y sabios del cosmos, como la Gran Unificación: un evento cataclísmico donde innumerables mundos y esencias universales, previamente separados por velos infranqueables, terminarían fusionándose, colisionando y entrelazándose en una nueva y compleja tela de la existencia, un tapiz de caos y potencial.

Así fue como John, atravesando el velo entre realidades, un paso doloroso y agónico, se estrelló a las afueras de una cabaña aislada, anclada en un bosque sereno. El lugar, envuelto por un aura de tranquilidad que contrastaba brutalmente con el infierno temporal del que venía, ofreció un breve respiro.

Estaba maltrecho, su cuerpo cubierto de heridas visibles —cortes profundos que no se regeneraban, contusiones masivas, huesos rotos— y el alma, su misma esencia temporal, casi pulverizada por la exposición prolongada a una miríada de energías cósmicas ajenas a su mundo de origen, una sinfonía caótica de fuerzas para las que su biología no estaba preparada. Fue entonces cuando una bella mujer lo encontró, no con curiosidad, sino con una compasión que irradiaba de su ser.

Ella no era una figura de belleza tradicional, sino una que exudaba una extraña, pero inconfundible y profundamente reconfortante, sensación de calidez, como la brasa eterna de un hogar que ha ardido por milenios.

A pesar de todas sus heridas, a pesar del dolor punzante que lo aquejaba sin cesar, John sintió una paz inusitada, una quietud que no había experimentado en siglos. Era una Tranquila sensación de calidez que lo envolvió, lo suficiente como para caer en un sueño profundo poco tiempo después.

Al despertar, sus heridas superficiales habían sido curadas, cerradas por una mano que irradiaba una sanación mística, un calor calmante.

Pero la verdad, la dolorosa e inmutable verdad, era que su alma estaba demasiado dañada para cualquier recuperación completa. La mujer, Hestia, con una sabiduría infinita en sus ojos y una tristeza que solo los inmortales pueden albergar, sabía que no había magia, ni poder divino, que pudiera reparar lo que la Guerra del Tiempo había hecho a su esencia más profunda. Lo máximo que podía ofrecerle era una cama cómoda para descansar y un lugar cálido, impregnado de una inconfundible y dulce sensación de hogar, un refugio para sus últimos días. A pesar del poco tiempo que le quedaba de vida, John vivió los posteriores días de forma relajada, apacible, encontrando una serenidad que nunca había conocido. Pese a todas las pérdidas de la Guerra —la extinción de sus padres, la aniquilación de sus amigos, sus compañeros, la erradicación misma de su civilización—, encontró en Hestia una paz inesperada, un ancla inquebrantable en la tormenta de su existencia.

Con ella, quien con el tiempo se convertiría en su amada y finalmente su esposa, su amor fue un secreto sagrado, privado, una burbuja de dicha en medio del caos universal, y su boda, una ceremonia silenciosa bajo las estrellas, sellada solo por sus promesas.

Nadie más lo supo, ni fue necesario; el simple hecho de tenerse el uno al otro, de compartir ese efímero y precioso tiempo, era más que suficiente para ellos.

Con el pasar de los meses, que volaron como suspiros, y poco después de su discreta unión, Hestia se enteró de su embarazo. La noticia le trajo una felicidad inmensa, un éxtasis primigenio que sacudió su ser divino hasta lo más profundo, pues a pesar de sus eones de existencia, por primera vez experimentaba la indescriptible sensación de traer una vida nueva al mundo.

Ella, una diosa virgen por voto y naturaleza, vería su esencia manifestada en un hijo. Pero esa felicidad venía teñida de una tristeza profunda, una punzada lacerante en su corazón inmortal.

Sabía que ni su amado John, cuyo tiempo se agotaba, ni ella, atrapada por las inquebrantables reglas del Olimpo y las nuevas realidades de la Gran Unificación, podrían estar allí para él a largo plazo. La inminente muerte de John y las estrictas restricciones de su panteón, sumadas a la recién fusionada y caótica existencia, condenarían a su hijo a una vida solitaria desde el principio y, sin su intervención constante y vigilante, a una muerte temprana.

Su alma divina, expandida por el amor y la comprensión más allá de sus límites olímpicos, percibía el futuro de su hijo con una claridad dolorosa y aterradora. Sabía que la esencia cósmica y divina que Alex inevitablemente heredaría atraería, como un faro cegador para depredadores hambrientos, a monstruos y criaturas sobrenaturales de todas las fusiones del universo.

Seres que buscarían atacarlo, devorarlo, matarlo, o quién sabe cuántas atrocidades más, seducidos por su poder latente y su naturaleza híbrida única. No, Hestia no podía quedarse quieta, no podía permitirse la pasividad de antaño, aquella que la había mantenido apartada de las intrigas de sus hermanos. Había cambiado.

Disfrutaría el poco tiempo que le quedaba con su amado y luego comenzaría a trazar planes, planes audaces, complejos y clandestinos, para proteger a su hijo, su llama más preciada.

Y así lo hizo. Una vez que su amado Señor del Tiempo yacía muerto, su alma colapsada y su esencia esparcida por el vasto y recién unificado universo, ella emprendió su misión con una ferocidad silenciosa.

Hestia comenzó a buscar formas de fortalecerse, de acumular un poder que nunca había creído necesitar, que la llevaría más allá de las danzas ancestrales del Olimpo. Investigó otros panteones divinos, estudió a monstruos ancestrales cuyas leyendas dormían en los rincones más oscuros, y desenterró todo el conocimiento arcano que una vez conoció, y mucho más, de realidades que ahora se superponían.

Se arriesgó, traspasando límites que ninguna otra deidad del Olimpo osaría cruzar, y comenzó a investigar los otros círculos sobrenaturales que habían surgido como consecuencia directa de la reciente fusión de mundos.

Aquella fusión, un mosaico vibrante y peligroso de realidades, había sido causada por múltiples eventos cataclísmicos a lo largo del tiempo, pero la Guerra del Tiempo había sido, sin duda, la gota que colmó el vaso, el catalizador final que había roto las barreras de la realidad para siempre.

Entonces, en su búsqueda implacable de conocimiento y poder para proteger a Alex, Hestia emprendió una senda tortuosa, solitaria. Aunque su inherente poder divino y su vasto conocimiento deberían haber facilitado su búsqueda, la necesidad de andar con extremo cuidado, de no provocar a otras existencias poderosas que ahora compartían el mismo espacio universal, y de sortear las estrictas prohibiciones que le imponía su propio panteón, ralentizaba gravemente su progreso.

Pero su determinación era inquebrantable, alimentada por el amor y el dolor. 

Hestia había comprendido, con la sabiduría que solo la pérdida puede otorgar, que la pasividad, en esta nueva era de caos y con su hijo en juego, ya no era una virtud; que el verdadero hogar, y en este caso su más preciado "hogar" —su propio hijo, la encarnación de su amor—, necesitaba una defensora activa y formidable. En secreto, la diosa se había fortalecido, buscando expandir sus propios límites más allá de lo imaginable para un Olímpico.

Aún no podía escapar por completo de las antiguas restricciones de su panteón, atada por juramentos milenarios, pero sí había aprendido a navegar entre ellas, a moldear la realidad lo suficiente para su propósito, a pesar de que la manipulación directa de la existencia no era su especialidad natural.

Su hijo, Alex, era su llama, su única esperanza. Y con su renovado poder, Hestia había logrado protegerlo con una protección sutil, casi imperceptible, un velo que desdibujaba su existencia ante ojos ajenos, permitiéndole desarrollarse y, con suerte, fortalecerse lo suficiente sin ser detectado prematuramente por las fuerzas que querrían explotarlo o eliminarlo.

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