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El Tejedor de Destinos

Daniel_González
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Synopsis
En un mundo donde el poder lo es todo, Leo Valerius es un cero a la izquierda. Humillado por la familia de su arrogante esposa, traicionado de la forma más cruel y abandonado a su suerte, su vida está rota en mil pedazos. Pero cuando toca fondo en el callejón más oscuro de su vida, una misteriosa y poderosa benefactora le ofrece no solo la salvación, sino la llave a un legado olvidado que corre por sus venas. Despierta en él un poder ancestral con la capacidad de sanar lo incurable y doblegar la voluntad de sus enemigos, una fuerza que podría llevarlo a la cima. Sin embargo, este don no es gratuito. Cada vez que lo usa, el poder le exige un terrible precio, amenazando con arrancarle los recuerdos y la esencia de lo que lo hace humano. Arrastrado a un juego mortal de intrigas, pasiones y alianzas inesperadas con mujeres tan letales como fascinantes, Leo deberá aprender a dominar su herencia antes de que esta lo consuma.
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Chapter 1 - El Sabor del Desprecio

El silencio en el comedor de los Roussillon tenía peso y textura. Era una cosa física, una bestia de pelaje espeso y oscuro que se había acomodado en el centro de la larga mesa de caoba, respirando un aire viciado que olía a cera de abejas, a pan de ayer y a la sutil acidez de la plata recién pulida. Leo sentía su peso sobre los hombros, una presión constante que lo encorvaba un poco más, hundiéndolo en la silla de respaldo alto que parecía un trono diseñado para un hombre mejor que él. La madera tallada se clavaba en su espalda, un recordatorio de que ni siquiera el mobiliario lo aceptaba.

Cerró los ojos por un instante y el olor a cera lo transportó a otro lugar, a otra vida. A la pequeña casa de su padre, donde el aire olía a madera de pino y a tierra húmeda. Allí, las mañanas eran silenciosas, pero era un silencio tranquilo, lleno de paz. El silencio de esta habitación era diferente. Aún resonaban en sus oídos los ecos de la tormenta de la noche anterior, el viento aullando como un lobo hambriento contra los cristales y la lluvia golpeando el tejado con una furia rítmica. Ahora, la calma que seguía a la tormenta se sentía vigilante, armada, un silencio que juzgaba.

Desde su asiento, podía ver el jardín a través de los ventanales. La luz de la mañana de Lumina se derramaba sobre los rosales, una luz pálida y lechosa que hacía brillar las gotas de rocío como diamantes. Era un espectáculo hermoso y distante, un mundo al que no pertenecía. Su mundo era esta habitación, una jaula dorada donde el oro se estaba desconchando.

La opulencia aquí era un grito silencioso. La plata, pulida hasta el exceso por manos de sirvientas que fingían no verlo, devolvía un reflejo distorsionado de su rostro: pómulos demasiado marcados, ojos hundidos en sombras. Los tapices que cubrían las paredes, representando antiguas victorias de un linaje que no era el suyo, estaban ligeramente descoloridos por el sol en los bordes, un secreto deshilachado de la decadencia de la familia. Incluso los retratos de los antepasados Roussillon, con sus miradas severas y sus labios apretados, parecían juzgar la calidad de su túnica, una prenda de segunda mano cuyo tejido era más áspero que su conciencia.

El Barón y la Baronesa ya estaban sentados, cada uno en un extremo de la mesa, anclas de una nave que se hundía con elegancia. No le habían dado los buenos días. No lo habían hecho en meses. El Barón, un hombre cuya delgadez no lograba ocultar la blandura de una vida sin esfuerzo, leía una misiva con una concentración exagerada. De vez en cuando, un músculo saltaba en su mandíbula. La Baronesa, afilada y quebradiza como el cristal, daba instrucciones a una sirvienta sobre la cena de esa noche, pero su mirada se desviaba constantemente hacia Leo, una mirada que lo catalogaba junto a un jarrón mal ubicado o una corriente de aire indeseada.

—Y asegúrate de que el vino sea el de la bodega de los Arnault —dijo la Baronesa, su voz cortando el aire—. No podemos permitirnos parecer tacaños. No ahora. Los Montclair lo hicieron en su última recepción y mira dónde están ahora. Vendiendo sus tapices para pagar al carnicero.

El Barón gruñó sin levantar la vista. —¿Todavía nos queda de ese? Creía que la última remesa se había ido en pagar el nuevo vestido de Isabella para el baile.

La Baronesa lanzó una mirada gélida a su marido por encima de la mesa. —Hay cosas más importantes que la tela, querido. La reputación, por ejemplo. El vestido es una inversión. La gente debe ver que prosperamos, no que sobrevivimos a duras penas gracias a... inversiones fallidas.

La última palabra fue pronunciada con un énfasis sutil, pero la mirada de la Baronesa se clavó en Leo por una fracción de segundo. Fue suficiente.

Leo mantuvo la vista fija en su plato vacío. Sus palabras eran piedras arrojadas a un pozo, y él estaba en el fondo. El aroma del café recién hecho, oscuro y amargo, flotaba en el aire, pero la taza frente a él permanecía sin llenar. Una joven sirvienta, Elara, se movía por la habitación, llenando las tazas de los demás. Era nueva; aún había un atisbo de miedo en sus ojos, una incertidumbre que no había sido completamente aplastada por la disciplina de la casa. Sus ojos se encontraron con los de Leo por un instante, y él vio una chispa de... ¿lástima? Pero fue fugaz. La muchacha bajó la vista de inmediato, saltó su asiento y continuó hacia la Baronesa, como si él fuera invisible. Sabía que si lo pedía, su voz rompería el silencio de forma incorrecta, y la tardanza deliberada de la sirvienta en obedecer sería otra pequeña piedra en el muro de su humillación diaria. Así que esperó, como siempre. La paciencia era la única moneda que le quedaba.

Entonces, la puerta se abrió y entró Isabella.

El aire cambió. La bestia del silencio contuvo el aliento. Isabella era como el sol de mediodía irrumpiendo en una cripta. Su cabello, de un rojo fuego tan intenso que parecía absorber la luz de la habitación, estaba recogido en una trenza compleja que dejaba su cuello pálido y esbelto al descubierto. El rostro que enmarcaba era una obra de arte cruel; de pómulos altos y una boca de arco perfecto que parecía hecha tanto para besar como para morder. Su mandíbula, aunque delicada, poseía una firmeza que hablaba de una voluntad inquebrantable. Llevaba un vestido de seda verde que no solo susurraba con cada movimiento, sino que se ceñía a su cuerpo con una devoción líquida, revelando la curva generosa de sus caderas y la plenitud de un busto que prometía una vitalidad opulenta, un agudo contraste con la riqueza rancia y decadente de la casa. Cada paso era una sinfonía de tela y forma, del color exacto de sus ojos.

Por un instante, mientras la veía moverse, la memoria de Leo lo traicionó, llevándolo a un tiempo más cálido. La recordó en el jardín de su padre, antes del contrato, antes de que su sonrisa se convirtiera en un arma. Estaba de pie junto a una fuente, y el aire olía a tierra mojada y a las rosas que trepaban por el muro de piedra. Sintió el calor del sol en la nuca, un calor honesto y simple, mientras intentaba explicarle una de sus tontas teorías sobre cómo las abejas elegían qué flores polinizar. Él había tropezado con una raíz y casi había caído dentro de la fuente. Ella se había reído. No una risa burlona, sino una carcajada genuina y cristalina que le había hecho sentir que podía conquistar el mundo. "Ten cuidado, Valerius", le había dicho, con los ojos brillantes de diversión, "o acabarás más mojado que sabio". Fue por el recuerdo de esa risa, de ese breve instante de conexión, por lo que había firmado los papeles, por lo que había entregado la promesa de su tierra, de ese extraño "Nodo de Ki" que los Roussillon codiciaban y que él apenas entendía.

La visión se desvaneció tan rápido como llegó. La Isabella que cruzó el umbral ahora tenía la misma belleza, pero sus ojos, al pasar junto a él para tomar asiento a la derecha del Barón, no se detuvieron en su rostro ni un instante. Eran dos esquirlas de esmeralda, pulidas y frías.

Leo sintió la punzada familiar, una mezcla de adoración y dolor tan habitual que se había convertido en el latido de fondo de su existencia. Era su esposa. La Joya de los Roussillon. Y para ella, él era menos que el aire que respiraba.

El desayuno fue servido. Pequeñas porciones de fruta, panecillos calientes y huevos escalfados. Leo comía despacio, mecánicamente, el sabor de la comida perdido en el sabor más fuerte y amargo del desprecio. La conversación, como un arroyo cauteloso, comenzó a fluir a su alrededor.

—Isabella, querida —dijo la Baronesa, dejando a un lado su tenedor—. ¿Has confirmado tu asistencia al baile de los Beaumont? Escuché que Lord Alaric estará presente. Sería una oportunidad excelente…

La pausa que siguió estaba cargada de significado. Una oportunidad para Isabella, no para ellos. Leo sintió el peso de cada sílaba, un muro de cristal erigido entre él y la vida de su esposa.

—Envié la confirmación ayer, madre —respondió Isabella. Su voz era como el repique de una pequeña campana de plata—. Aunque encuentro a los Beaumont terriblemente vulgares. Su riqueza es demasiado… nueva. Su blasón todavía huele a tinta fresca.

—La riqueza nueva paga las facturas igual que la antigua —gruñó el Barón desde detrás de su carta—. Y Alaric Beaumont controla tres de los gremios textiles más importantes. No es un hombre al que se deba ofender, especialmente después de nuestro… revés con las minas del sur.

Isabella tomó un sorbo de té, sus movimientos eran un estudio de gracia calculada. —La vulgaridad de Beaumont es una armadura, padre. Hay que saber encontrar las grietas, no chocar contra ella. Él se deleita en la incomodidad de la vieja nobleza. Fingir admiración solo le dará más poder. Es como tratar con un perro guardián: no le enseñas trucos, le muestras que no le temes a sus ladridos.

Leo escuchaba, fascinado y horrorizado por la precisión con la que su esposa diseccionaba a los hombres. Ella era una jugadora en un juego cuyas reglas él nunca había aprendido. Él era el tablero sobre el que jugaban, la pieza sacrificada. El Perro de los Roussillon, atado a la pata de la mesa, esperando las sobras.

Fue entonces cuando vio que el salero estaba cerca de su mano, pero lejos de la de Isabella. Ella frunció levemente el ceño al mirar su plato, un gesto casi imperceptible. Y el corazón de Leo, ese órgano estúpido e incorregible, dio un vuelco esperanzado. Era una nimiedad, un gesto que cualquier esposo haría. Una oportunidad de ser, por un segundo, algo más que un fantasma.

La idea floreció en su mente, un brote verde y frágil en un desierto de resignación. Hazlo. Solo alcánzalo y pásaselo. Es normal. Es educado. Pero otra voz, más vieja y más sabia en el dolor, susurró: No lo hagas. No te expongas. Ya sabes lo que pasará.

Su mano tembló ligeramente sobre su regazo. Debajo de la mesa, comenzó a frotarse el pulgar con el índice, el gesto familiar un ancla inútil en una tormenta. Miró su propia mano. Era una mano de trabajador, con callos en la palma y cicatrices finas en los nudillos. Recordó haber usado esa mano para arreglar el tejado del granero de su padre, para tallar una pequeña flauta de madera, para sostener la mano de Isabella el día de su boda. Ahora parecía un objeto extraño, una reliquia de otro hombre.

Solo un gesto, insistió la esperanza. Quizás hoy sea diferente.

Lentamente, como si levantara un gran peso, alargó la mano sobre el mantel. El mundo pareció encogerse hasta el espacio entre su piel y la porcelana. Sus dedos, callosos y torpes, rozaron la superficie fría y lisa del salero. Su mano, una herramienta honesta y funcional, parecía tosca y sucia sobre el lino blanco del mantel. Un ancla de un mundo real en un mar de apariencias.

—¿Isabella? —susurró, su voz sonando extraña y ronca por el desuso.

Ella no se giró. No parpadeó. Continuó su conversación con su madre como si una mosca hubiera zumbado en la distancia.

—…así que llevaré el collar de esmeraldas. Es un guiño sutil a su emblema gremial. Lo apreciará sin darse cuenta de que lo hace.

La mano de Leo quedó suspendida en el aire durante un latido que se estiró una eternidad, un puente a ninguna parte. Pudo sentir el calor de su propia sangre bajo la piel, el pulso de su vida insignificante. El silencio de la habitación pareció precipitarse sobre él, magnificando el no-sonido de su gesto ignorado. Se sintió ridículo, expuesto, un actor en un escenario que ha olvidado su línea y el público simplemente sigue hablando entre sí.

Lentamente, con una precisión dolorosa, retiró la mano.

En ese momento, Elara, la joven sirvienta, se deslizó hasta el lado de Isabella y, con una eficiencia silenciosa y cruel, le ofreció la sal. El gesto fue tan fluido, tan perfecto, que era una coreografía de su exclusión. La chica ni siquiera lo miró, pero Leo sintió el peso de su obediencia, una lección aprendida: en esta casa, él no contaba.

Leo bajó la mirada a su plato. Allí estaba de nuevo, esa sensación abrumadora de ser un fracaso andante. Un recordatorio constante de que el gran plan de los Roussillon —casar a su joya con el último Valerius para acceder a la riqueza latente de su tierra— había fallado estrepitosamente. Recordó a su padre hablándole del Nodo de Ki, no con codicia, sino con una especie de temor reverencial. "Es el corazón de nuestra tierra, Leo", le había dicho. "No es oro ni gemas. Es vida. Responde a la sangre Valerius, pero solo si el corazón es digno". Su padre había muerto creyendo que él era digno. Y él, la llave, había resultado ser inútil. El Nodo permanecía dormido, indiferente a él, y los Roussillon se lo recordaban cada día.

El resto del desayuno transcurrió en un murmullo de planes y nombres en los que él no figuraba. Un palco en la ópera, una cacería en las fincas de un vizconde, la compra de un nuevo semental. Leo era invisible, una pieza de mobiliario que respiraba.

Finalmente, el Barón dejó la misiva sobre la mesa con un golpe seco que hizo saltar las tazas. Se limpió los labios con una servilleta de lino y, por primera vez esa mañana, posó sus ojos en Leo. No era una mirada, era una tasación. La misma mirada que le dirigiría a un caballo cojo o a una herramienta rota. El asco, apenas disimulado, le contrajo las comisuras de los labios. El Barón suspiró, un sonido teatral de profunda frustración, como si el peso de sus fracasos buscara un lugar donde descansar. Y sus ojos encontraron a Leo.

—Es increíble —murmuró el Barón, como si hablara consigo mismo, pero con el volumen justo para que todos lo oyeran—. Uno se esfuerza, invierte, mantiene un techo sobre las cabezas de todos... y las cosas simplemente se desmoronan. El tejado del ala oeste. El viento de anoche hizo un estropicio. Tejas sueltas. ¿Sabes lo que eso significa, Valerius?

Leo no respondió. No se esperaba que lo hiciera. El recuerdo de la tormenta que él había escuchado en la soledad de su cuarto ahora se convertía en un arma en boca del Barón.

—Significa goteras. Significa que el agua manchará los tapices. Significa que la madera se pudrirá. Significa más gastos. Gastos que esta casa apenas puede permitirse, porque algunas personas no... aportan lo que se esperaba de ellas.

La humillación ya no era una corriente subterránea. Era una inundación. El Barón finalmente se dirigió a él directamente, su voz afilada con desprecio.

—Hay unas tejas sueltas en el tejado del ala oeste. No quiero que las próximas lluvias nos traigan más gastos. Ocúpate.

No era una petición. Era una orden. Una tarea para un mayordomo, o un albañil, no para el yerno del Barón. Era la humillación final del día, servida como el postre. Era una forma de decirle a la habitación, al mundo, que él no era familia, sino una carga.

Leo asintió, la sumisión era ya un reflejo.

—Sí, señor.

Se levantó, su silla raspando el suelo de madera con un sonido que pareció obscenamente alto. No miró a nadie mientras se dirigía a la puerta, sintiendo el agujero que su ausencia no dejaría. Sintió tres pares de ojos en su espalda, pero solo uno le importaba. Al llegar al umbral, no pudo evitarlo. Se giró.

El Barón y la Baronesa ya habían reanudado su conversación, descartándolo de su realidad tan fácilmente como se aparta un plato vacío. Pero Isabella seguía mirándolo. Su hermoso rostro no sostenía la máscara de fría indiferencia de siempre. La expresión que tensaba sus labios y entornaba sus ojos esmeralda era otra cosa. No era desprecio. No era lástima.

Era una afilada, cortante e inequívoca impaciencia. La expresión de alguien que espera que un veneno lento, demasiado lento, cumpla por fin su prometido efecto.

Y en ese instante, una verdad fría y terrible se abrió paso en la mente de Leo: ella no solo lo odiaba. Estaba esperando algo. Y él, de alguna manera, era el obstáculo.