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Chapter 1 - Capítulo I – El Regreso del Heredero Olvidado.

El cielo de Ebensar ardía en un rojo perpetuo, como si el ocaso se hubiera quedado detenido en un instante eterno de agonía. Las torres negras del palacio cortaban el aire como lanzas oxidadas apuntando a dioses olvidados, y en lo alto del trono, la sala se mantenía en silencio. Silencio espeso. Silencio de expectación.

Los nobles, reunidos tras una sesión del Consejo de Hierro, no lo vieron llegar. No hubo anunciador. No hubo pasos. Solo el frío repentino en la sala, como si el corazón del mundo hubiera dejado de latir.

Y entonces apareció.

El eco de las puertas de obsidiana al abrirse resonó con un peso que heló la sangre. Un solo hombre avanzó, con la cadencia de quien no necesita permiso para entrar en su propia tumba. Alto, esbelto, vestido con una armadura negra como el reflejo de un abismo sin fondo. Sus cabellos largos, blancos como la escarcha eterna, caían como cascadas sobre sus hombros. Cada paso que daba parecía empujar las sombras a retorcerse, a apartarse.

Su rostro era hermoso, pero su belleza no era humana. Era de otro tiempo. De otra era. Una belleza antigua que hacía doler los ojos. Labios delgados, piel pálida, ojos de acero fundido que atravesaban la carne y el alma.

Y en su dedo meñique… el anillo de la Casa Sangreluz.

—Imposible —murmuró la Duquesa Almath, aferrando su bastón con dedos temblorosos—. Todos murieron. Hace un siglo. El linaje está extinto.

El recién llegado no dijo una palabra. Se detuvo al pie de los escalones del trono carmesí, el mismo que había estado vacío desde la caída de la dinastía.

El silencio se quebró.

—¿Quién eres tú? —preguntó el Primarca Ivelion, cuya voz aún tenía el tono del poder, pero no la convicción.

El joven alzó el rostro. Sus labios apenas se curvaron en una sonrisa helada.

—Soy quien debe sentarse en ese trono.

Sus palabras no fueron un grito. No fueron una amenaza. Fueron una verdad que sacudió los cimientos del Consejo.

—¿Eres un impostor? ¿Un ilusionista? ¿Un bastardo? —escupió el Vizconde Rehal, levantándose.

El joven lo miró, con lástima.

—Soy Andarel Sangreluz. Último heredero del Pacto Carmesí. Nacido bajo la luna negra. Marcado por el fuego de los condenados. Criado en las sombras donde sus padres me arrojaron… y regresado para reclamar lo que me fue arrebatado.

La Corte estalló en murmullos. Uno tras otro, los nobles se alzaron de sus asientos, como aves inquietas antes de una tormenta. El nombre de Sangreluz no se había pronunciado en voz alta en décadas. Era un nombre proscrito. Un eco maldito.

—Eso es imposible —gruñó Ivelion—. Tu padre murió. Lo vi arder en la Purga de Ébano.

—Así fue —asintió Andarel—. Y yo también ardí con él. Pero el fuego no destruye lo que está hecho de oscuridad.

Nadie supo qué hacer cuando comenzó a subir los escalones. No había guardias, porque nadie había imaginado que alguien se atreviera a reclamar ese trono. Cada paso de Andarel sonaba como un clavo en el ataúd del viejo orden.

Cuando se sentó, lo hizo con la gracia de un rey nacido para ese lugar. Sus dedos enguantados se entrelazaron frente a su rostro. Sus ojos, cerrados.

La Sala del Trono parecía contenida en un suspiro eterno.

—Esto es un ultraje —declaró Rehal—. Un juicio debe ser convocado. Este hombre debe ser interrogado, examinado, ejecutado si es un fraude.

Andarel alzó una ceja.

—Que haya juicio, entonces. Pero no seré yo quien lo tema.

Su voz retumbó, y por un instante, la Sala tembló. Literalmente. Las piedras parecieron suspirar. Las antorchas chispearon. Una de las estatuas de los antiguos reyes se resquebrajó, dejando caer una lágrima negra.

—¿Qué eres? —susurró la Duquesa Almath, sin aire.

—Soy memoria. Soy sangre. Soy el eco de los juramentos rotos. El hijo de un trono asesinado. El último Sangreluz. Y he regresado no para rogar… sino para juzgar.

Los nobles se miraron entre ellos. Nadie se atrevía a alzar la voz. Nadie se atrevía a moverse.

Finalmente, Ivelion se levantó y golpeó el suelo con su bastón.

—El juicio se llevará a cabo en tres noches. Hasta entonces, quedarás encerrado en la Torre del Silencio. Si escapas… serás declarado enemigo del reino.

Andarel sonrió. No con burla, sino con algo peor: compasión.

—Encerradme, entonces. Pero recordad esto: cuando las campanas de la torre suenen sin que nadie las toque… ya será tarde.

Y así fue llevado. No se resistió. No atacó. Solo caminó entre los guardias como si la torre fuera su morada desde siempre.

Pero al cerrar la puerta tras él, la oscuridad pareció respirar. Y en el fondo del reino, en lo más profundo de la cripta bajo la Sala del Trono… una tumba olvidada se abrió sola, dejando salir un susurro:

"…Andarel…"

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