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Chapter 9 - Burdel

8.

El sonido que escupía la garganta de la joven parecía más el aullido hueco de un animal desfondado. Las uñas, negras y despedazadas, arañaban la madera astillada de la bodega mientras sus piernas, cubiertas de costras viejas y heridas recientes, apenas le respondían. Estaba desnuda desde hacía horas, acaso días, sucia de semen ajeno, de sudor ajeno, de sangre que ya no sabía si era suya o de las otras que habían muerto antes. El hedor era nauseabundo y los trapos que antes cubrían el suelo eran ahora colchones podridos de desechos humanos.

La criatura no tenía rostro, al menos no uno reconocible como humano. Era una bestia encorvada, con las costillas marcadas bajo la piel translúcida, unas piernas largas y torsionadas como ramas ahorcadas, y unos dedos tan extensos que parecían sogas podridas. Respiraba a través de dientes, muchos dientes, como si le costara mantenerse en este plano. Odiaba el perfume del burdel donde había sido engendrada.

La chica intentó arrastrarse hacia la esquina pidiendo ayuda con voz muda, donde aún quedaban pedazos de carne humana, secos, con moscas. Quiso gritar pero no lo hizo. Porque ya no tenía garganta.

La bestia, que alguna vez tuvo nombre, se abalanzó como si la conociera. Se le incrustó en el abdomen como un parásito que vuelve al cuerpo de la madre y, con un sonido viscoso, masticó lo que quedaba de sus entrañas.

. . .

4 años después.

La plaza hervía en voces, una melodía difusa de cuerdas -quizá una pipa mal afinada- flotaba por el aire cargado de grasa de cerdo y fruta fermentada. Los comerciantes, embriagados por la avaricia, voceaban su mercancía como si el oro pudiera escupirse. En un rincón de piedra algo resquebrajada, Ye Luo esperaba con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Se había hartado de contar las grietas de la banca.

El muchacho albino -de identidad falseada con una peluca de hilo negro y una capa bordada que le quedaba grande- casi se levanta para irse cuando una figura delgada, de rostro andrógino y cuerpo revestido con telas de comerciante barato, corrió hacia él con el aliento entrecortado.

-¡Maestro! ¡Maestrooo! ¡Corre, corre, nos persiguen!

El niño que gritaba con voz chillona no era otro que Mîmi, quien había adoptado la forma de un adolescente de mejillas redondeadas, nariz fina y ojos negros como tinta aún fresca. Detrás de él, tres perros de caza -enormes, famélicos y con colmillos largos como dagas- ladraban con furia.

-Cobarde de nacimiento eres tú, Ah-Mi -espetó Ye Luo, alzando una ceja con altanería forzada mientras se incorporaba para huir también, los faldones de su túnica ondeando con cada zancada-. No puedo creer que le temas a unos simples perros de pelea. Qué patético.

-¡Y tú estás corriendo igual que yo, miserable hipócrita! -bufó Mîmi, lanzándole una mirada asesina mientras esquivaba un puesto de tofu.

Las patas de los perros golpeaban las piedras con el ímpetu de bestias entrenadas. Uno de ellos casi muerde el borde de la túnica de Ye Luo antes de que este, con una maniobra torpe pero efectiva, saltara sobre una carreta de verduras podridas, usándola de trampolín para trepar al tejado más cercano. Mîmi lo siguió sin dificultad, y tras una serie de saltos improvisados, lograron despistar a las bestias entre los techos agrietados.

Al llegar a un callejón lateral, Ye Luo se dejó caer junto a una pila de madera húmeda, con el rostro sudoroso y las manos rosadas.

-No puedo creer que huyamos. Tanta fachada de cultivadores itinerantes y mira cómo terminamos, perseguidos por canes.

-Ah, pero maestro, maestro -canturreó Mîmi, con ambas manos en la cintura-. ¡Mira! Aquí está la posada que te mencioné.

Señaló con entusiasmo desproporcionado un edificio de dos pisos con faroles rojos colgando en hileras torcidas. Las letras doradas en el cartel decían "Flor de las Cien Noches". No era una posada.

Era un burdel.

Ye Luo retrocedió un paso como si hubiese visto una serpiente.

-Estás enfermo. No pienso entrar ahí.

-Maestro, maestro -insistió el felino disfrazado-. Debes verlo por ti mismo, dicen que las almas masculinas se descomponen entre esas sábanas. Yo solo quiero investigar, claro está... con fines estrictamente académicos.

Ye Luo le lanzó una mirada filosa y le propinó un golpe seco en la cabeza, lo suficiente para hacerlo tambalear.

-¿Fines académicos? Eres una vergüenza. ¡Y deja de llamarme maestro cada cinco segundos, pareces un loro endemoniado!

Pero Mîmi ya se había adelantado. Entró por la puerta principal y desapareció entre las cortinas de satén. Murmurando improperios, Ye Luo lo siguió. Si no lo hacía, ese gato acabaría metido en un escándalo mayor.

El interior del burdel era sofocante, cargado de incienso caro. Las mujeres lo miraban con ojos como cuchillos envueltos en miel. Una de ellas, de labios gruesos pintados de rojo carmesí, cejas afiladas y busto apenas cubierto por gasas transparentes, se acercó con pasos sinuosos.

-Joven maestro, ¿quiere que le lavemos las 'manos' ... ?

Ye Luo bajó la mirada, el sonrojo le trepó como una serpiente por la nuca.

-No estoy interesado en lavar nada, gracias. Busco a alguien, y si es tan amable de quitarse de mi camino...

La mujer, acostumbrada a peores desplantes, frunció los labios y se apartó.

Otro hombre, uno de esos viejos sin escrúpulos que acechaban las sombras como alimañas, lo tomó por el brazo con entusiasmo, el dueño del burdel.

-¡Oh, joven maestro! ¡Siga, siga! El señor Lián está dentro, estoy seguro que querrá conocerlo. ¡Dice que adora conversar con eruditos!

Antes de que pudiera zafarse, fue empujado hacia el interior de un salón privado, donde la música sonaba más fuerte, los vapores eran más densos.

Allí, sentado en un diván forrado en brocado dorado, rodeado de mujeres que rozaban el límite de la legalidad, estaba un joven de piel de alabastro, rasgos finos como un inmortal y una sonrisa como la de un dios aburrido. Sus ojos eran oscuros, inamovibles. Las muchachas a su alrededor se vestían con lo mínimo, el cabello desordenado, pero sexy, los muslos descubiertos..

Kue Lián lo miró. La sala entera pareció callarse.

Ye Luo tragó saliva y, con su mejor cara de cortesía, murmuró al viejo:

-Esto... me temo que ha habido un error. Yo solo buscaba a un amigo.

Pero el viejo ya se había escabullido y las féminas lo miraban como si fuesen gatas en celo.

Lián apaciguo los ojos y sonrió.

-¿Y qué clase de amigo se pierde en un lugar como este?

-¿Eso... qué dice, señor?

Preguntó con una sonrisa delgada y una ceja arqueada.

Frente a él, el joven rodeado de mujeres no respondió con urgencia, sus ojos recorrieron el mentón fino, el cuello delgado, el hombro apenas encorvado.

-¿Nos hemos cruzado antes? -preguntó kue Lían.

Ye Luo no respondió. El silencio era su mejor opción, la huiuda su mejor escudo, y si algo había aprendido en estos años escondido detrás de nombres prestados y telas teñidas, era que las preguntas abiertas solo buscaban un problema, así que se giró sin pronunciar palabra, con la vista baja y los labios apenas apretados.

-Me disculpo. El amigo que busco tiene talento para meterse en problemas y pésimo sentido de la dirección, si alguien lo encuentra antes que yo, seguramente no dejará las cosas en buenos términos.

Y no hubo más, salió del lugar.

Kue Lían, que lo había seguido con la mirada desde el momento en que lo empujaron a ese círculo de vino y carne, entornó los ojos un milímetro mientras su pulgar giraba con parsimonia el borde de la copa.

-Niáng, consígueme su nombre, el lugar donde duerme y quién lo acompaña.

Xiani Niang asintió.

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