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Chapter 5 - Chapter 4: 1/2 The Pattern Hunt and the Infinite Dream

Elias, a sus seis años, se sumergió en el reto de la vieja radio como un niño que se zambulle en un charco. Su mente, una vibrante red cuántica, no operaba con "experiencia previa" en el sentido humano de haber manipulado otras radios. En cambio, procesaba principios fundamentales: propagación de ondas, conductividad metálica, resonancia de circuitos. No había un "nombre" aparente para ese conocimiento en su cabeza; era una comprensión pura, una verdad física que simplemente existía. Su concentración era absoluta; el mundo exterior se difuminaba hasta que solo existía la intrincada maraña de cables y componentes. Sus dedos, pequeños pero curiosamente precisos, se movían con la certeza de una memoria muscular adaptativa en tiempo real, corrigiendo lo que su mente modelaba como desequilibrio. Un clic casi inaudible, un ajuste minúsculo.

Y entonces, sucedió. La voz cristalina del locutor llenó la cocina, y una sonrisa genuina, una chispa de pura satisfacción, se dibujó en los labios de Elias. No era alegría por la aprobación externa, sino el triunfo de la comprensión, la gratificación de ver la teoría materializada en la realidad. «Qué satisfactorio», resonó una voz nítida en su cabeza, una voz que solo él podía oír, su propia consciencia, la que moldeaba sus pensamientos más complejos. La granja albergaba más «rompecabezas» de ese tipo. ¿Qué otros dispositivos, olvidados o rotos, esperaban ser descifrados? Elias se prometió a sí mismo que, al día siguiente, buscaría esos tesoros silenciosos en los rincones del pueblo.

Al caer la noche, trayendo consigo el coro de grillos y el aroma a tierra húmeda, Elías se entregó al sueño con una anticipación que pocos niños conocían. Su capacidad cerebral no descansaba; de hecho, era en el reino de Morfeo donde su mente se expandía de verdad. Sus sueños no eran narraciones caóticas, sino una biblioteca infinita y creciente. Podía recorrer pasillos de información, revisitar recuerdos codificados del día, manipular conceptos de física o biología sin las limitaciones del mundo físico. Era su espacio para simular, experimentar, hacer conexiones que el estado de vigilia no le permitía. El peso de esa biblioteca era inmenso, pero su mente lo soportaba con asombrosa ligereza. Al despertar, no había fatiga, sino una emoción palpable, la certeza de un nuevo día lleno de descubrimientos, de nuevos datos que absorber.

Elías comenzó a expandir sus dominios. La granja Miller era un lugar de aprendizaje a gran escala. Con la curiosidad como brújula, se aventuró más allá de los campos de cultivo. La naturaleza virgen que rodeaba el valle era un ecosistema completamente diferente: el aroma, el sonido, las sutiles vibraciones. Observó a los cazadores del bosque, quienes cazaban animales salvajes por necesidad y por su estilo de vida rural. Comprendió la eficiencia de sus movimientos, el ahorro de energía, la letalidad de su estrategia. Su pequeño cuerpo comenzó a imitar estos patrones. No para infligir daño, sino para aprender. Corría entre los árboles, sus pies descalzos se adaptaban al terreno irregular, perfeccionando su equilibrio y agilidad. Escalaba rocas, calculando la distribución del peso y los puntos de apoyo. Su fisiología se adaptaba, moldeándose para ser una extensión más eficiente de su mente. «Cada movimiento es una lección de física aplicada», pensó.

Un día, mientras practicaba una nueva serie de saltos controlados entre los arbustos, notó a un grupo de niñas mayores, de unos nueve o diez años, que habían llegado al pueblo. No eran de allí; se distinguían por sus vestidos más limpios y sus voces alegres. Formaban parte de una iniciativa comunitaria: jóvenes de la ciudad que venían a "limpiar el pueblo" o "ayudar a los necesitados". A Elias no le interesaban las interacciones sociales superficiales, pero observaba. Eran, como la lluvia, otro fenómeno para analizar. Le interesaba la coordinación de sus movimientos, la dinámica de grupo, las expresiones faciales que acompañaban sus risas.

Al caer la tarde, tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras, Elías se sentó en un tronco caído cerca de un viejo roble, su lugar favorito para observar las estrellas. Tomó una rama pequeña y comenzó a dibujar patrones en la tierra húmeda: no eran garabatos infantiles, sino diagramas de constelaciones que nadie de su edad conocería, líneas que trazaban los movimientos planetarios, o quizás la proyección de una galaxia lejana. La brisa fresca traía el aroma a pino y tierra. Arriba, las estrellas parpadeaban, una fuente inagotable de luz, energía y misterios. «Tanto que aprender», resonó su voz interior, una nota de pura emoción. El clima siempre cambiante, la inmensidad del cosmos, la intrincada vida que bullía en el bosque... todo formaba parte de un gran rompecabezas. Elías, con una leve sonrisa en el rostro, estaba exactamente donde quería estar, disfrutando de cada pieza.

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