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Chapter 7 - 3: EL PRÍNCIPE DE INVIERNO

Baekjoseon, Año del Tigre, Decimonoveno invierno

 

«La sangre no hereda el derecho. Solo la voluntad lo hace.»

—Pensamientos del rey Yi Hwan

 

El camino de regreso a Seohan estaba cubierto de escarcha. Las colinas lejanas emergían como bestias dormidas bajo la nieve. El cielo, aún opaco por la madrugada, no prometía ni calor ni consuelo. El estandarte imperial ondeaba entre el viento cortante, sacudido por ráfagas que parecían querer arrancarlo del mundo.

El Príncipe Yi Hwan cabalgaba al frente de su escolta real.

Vestía una armadura ceremonial con placas oscuras y sobrias, rematada con bordes de bronce gastado por las batallas. Su figura era alta, su porte recto, su silueta elegante y precisa, como si cada movimiento fuera deliberado. Pero lo que más destacaba era el parche que cubría su ojo izquierdo y, como si eso no fuera lo suficientemente llamativo, ahora también despuntaba un mechón blanco entre su lacia melena color ébano.

“Una maldición”, había comenzado a decir su escolta, quienes parecían guardar distancia del príncipe, a pesar de que eran ellos los que debían protegerlo. El mechón blanco no estaba allí cuando partieron rumbo al norte. Algo estaba ocurriéndole a Yi Hwan, y los demás lo intuían.

Se decían muchas cosas de él. Algunos culpan a la reina consorte Yun Min. Otros, creen que era víctima de una enfermedad incurable. Lo cierto es que desde entonces, nadie había visto su ojo izquierdo. En la corte lo llamaba, en susurros, “el heredero de invierno”. Aquel con el corazón de acero. En Ming, en cambio, los grandes exorcistas lo apodaron: “La Décima Calamidad”.

El príncipe que condenó a la nación a un invierno sin fin. El décimo en desatar el hielo en un reino que parecía destinado a desaparecer.

Yi Hwan estaba al tanto de todo lo que se especulaba. Y no le importaba.

Sus pensamientos cabalgaban más rápido que su caballo. La revuelta del norte había sido sofocada, pero no con gloria, sino con hierro y miedo. Había visto aldeas en cenizas, madres implorando por hijos que nunca volverían, y hombres luchar no por traición, sino por hambre. Aquello no era victoria. Era una advertencia de lo que estaba por venir.

Cuando las puertas de Seohan se abrieron ante él, la ciudad no rugió. No hubo vítores. Solo una procesión silenciosa de ciudadanos bajo paraguas de papel, que se inclinaban brevemente y luego bajaban la mirada. Nadie deseaba ver demasiado.

La nieve seguía cayendo. Pequeñas espinas heladas sobre los hombros de los soldados.

El palacio real se alzaba en la distancia como una sombra sobre la montaña.

 ***

En cuanto cruzó el umbral del complejo central, Yi Hwan supo que algo estaba mal.

Ni los funcionarios del protocolo ni el eunuco que solía recibirlo estaban allí. Solo una fila de sirvientes con rostros pálidos, que no se atrevían a hablar. Una atmósfera espesa, fúnebre, lo envolvía todo. No era solo el frío. Era el silencio. Un silencio hecho de voces aterrorizadas.

Un joven oficial se le acercó con los ojos bajos.

—Seja-jeoha… el rey… el protector de esta nación ha fallecido anoche.

El viento se detuvo.

Por un instante, incluso la nieve pareció flotar suspendida en el aire.

Yi Hwan no respondió de inmediato. No preguntó cómo. No preguntó nada en absoluto. Solo asintió, como si hubiese estado esperando esas palabras desde hacía semanas.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó finalmente, con la voz serena, sin quebrarse.

—La reina se encuentra en la Cámara de Retiro, con los ministros del Consejo. La ceremonia fúnebre se prepara en el Salón del Loto Blanco.

—¿Y el eunuco Choi Seung?

El oficial dudó.

—…No ha salido de los aposentos reales desde la muerte del rey; al parecer está herido. Se dice que luchó con el asesino, pero… —se calló, al darse cuenta de había hablado de más.

Yi Hwan miró al cielo. Un ojo blanco detrás de la seda que lo cubría del mundo. Un ojo negro, como el ying y el yang.

La nieve le caía sobre el cabello largo, atado por un cinto en el medio, que el viento empujaba hacia atrás. No hizo ningún ademán por cubrirse el mechón descolorido. El frío le servía. Le ayudaba a sostener la máscara, no una física, sino la interna: la del hijo que no podía llorar, la del príncipe que no debía vacilar, la del rey en el que ahora tendría que convertirse.

Giró la cabeza hacia el pabellón donde murió su padre.

Allí, en el umbral de la muerte, comenzaba el juego.

Un pensamiento le cruzó la mente como un puñal oculto:

Tuvo que ser un asesino enviado para apresurar mi ascensión, resolvió.

Lo sabía. Lo sentía en los huesos.

El rey no murió simplemente. Estaba enfermo, sí, pero al menos hubiera resistido hasta su regreso.

Alguien había querido llevarlo al trono antes de tiempo.

Y a partir de ese instante, Yi Hwan supo que cada paso que diera en palacio sería una danza con la traición.

Mientras se dirigía hacia los salones interiores, el sonido de sus botas sobre la piedra helada resonaba como un presagio.

Y la nieve seguía cayendo.

 ***

El Palacio de Gyeongbokgung estaba cubierto por una atmósfera abrumadora. La nieve había cesado, pero el cielo seguía tan gris como los pasillos del palacio. Se habían retirado los estandartes de celebración, reemplazados por telas bordadas en hilo de plata. Los pabellones del este se llenaron de incienso y plegarias, y los funcionarios de alto rango vestían ropajes de luto con bandas de lino.

En el centro del Salón del Loto Blanco, el cuerpo del rey Yi Gyeong yacía tendido dentro de un ataúd de madera de paulownia, cubierto por un velo de seda blanca. Una espada ceremonial —no la que lo mató— descansaba a su lado como símbolo de paz eterna. Aún no se permitía al pueblo acercarse. Ese día, el luto era exclusivo de la sangre real y la corte.

El murmullo de los ministros era tenue, como el zumbido de insectos que no se atreven a volar en invierno.

Yi Hwan permanecía arrodillado frente a la placa conmemorativa del rey, su ojo blanco pareció escocerse bajo el parche. No se había movido desde que entró. Solo sus manos, firmes y unidas, parecían sostener todo el peso del vacío en su interior.

Detrás de él, otros miembros de la familia real se encontraban en posición. El aire entre ellos vibraba con una tensión contenida.

Fue entonces cuando llegaron sus hermanos.

Primero, Yi Myeong.

Vestía el ropaje ceremonial protocolar. Su cabello estaba recogido con precisión, y sus ojos, afilados como la hoja de una lanza, observaban todo sin emoción visible. Caminaba como si el suelo le debiera algo.

Yi Myeong se arrodilló con una lentitud estudiada. No miró a Yi Hwan. Ni siquiera una vez.

Yi Seok, en cambio, era todo lo opuesto. Tenía apenas once años, el rostro redondeado por la juventud y los ojos enrojecidos de haber llorado. Tropezó al avanzar por la alfombra ceremonial, y un sirviente tuvo que ayudarlo a mantener el equilibrio. Su luto parecía pesarle más que el ropaje.

Se arrodilló torpemente, a un paso detrás de sus hermanos. Su mirada iba del ataúd al rostro cubierto de Yi Hwan, con una mezcla de respeto y desamparo. Incluso, miedo.

En un rincón del salón, entre las sombras de los biombos de luto, la reina Yun Min observaba todo.

Envuelta en solemnidad, su postura era imponente a pesar de su delgadez. No lloraba. No temblaba. Solo sostenía un abanico cerrado entre sus manos pálidas y sus labios parecían estar sellados con veneno.

Junto a ella, el eunuco Choi Seung permanecía como un espectro silencioso. Nadie lo había escuchado hablar desde la muerte del rey. Sus ojos oscuros recorrían cada gesto, cada mirada de los presentes. Casi parecía estar memorizando el rostro de los culpables. El Gran Consejero, en cambio, que tenía la mirada clavaba en el príncipe heredero, no se inmutó cuando descubrió el blanco en su cabello.

El Ministro de Guerra y el Ministro de Ritos murmuraban entre sí en voz baja, como si la presencia de la muerte les permitiera conspirar sin temor a ser escuchados.

Fue entonces cuando el oficiante del rito funerario se levantó. Vestido con humildad, sostuvo en alto el incensario real.

—Hoy despedimos al monarca de la dinastía Joseon, vigésimo cuarto en la línea celestial —proclamó—. Que su espíritu cruce los ríos de jade y que el linaje real permanezca intacto bajo el mandato de los cielos.

Yi Hwan alzó ligeramente la cabeza.

¿Bajo el mandato de los cielos?, pensó. ¿Y quién decide eso, sino los que clavan espadas en la oscuridad?

No lloró. No podía.

Pero un temblor leve le recorrió la espalda.

Recordó las últimas palabras que le dijeron antes de entrar al salón:

«Murió solo.»

Una hora después, los príncipes fueron invitados a retirarse del salón. La reina viuda se quedó en la Cámara de Retiro, donde despidió a los ministros. Los altos funcionarios se desplazaron en silencio, aunque sus ojos hablaban un idioma antiguo: el del cálculo.

Yi Hwan cruzó el patio interior cubierto de escarcha. Sus mejillas estaban enrojecidas a causa del frío. Iba solo. Siempre lo estaba.

Yi Myeong lo alcanzó al salir del pabellón.

—Hwan-ah —dijo, sin detener el paso, con un tono de voz disimulado—. Tal parece que tu ascensión será pronto.

Yi Hwan lo miró de reojo.

—¿A qué viene eso justo ahora?

—Me preguntaba si… tal vez, lo has reconsiderado.

Yi Hwan no respondió de inmediato.

—¿Estás interesado en tomar mi lugar, hermano?

Yi Myeong, astuto, le sonrió sin mostrar los dientes.

—Esa podría ser una decisión sabia, Hwan-ah. Ambos sabemos que no estás preparado para liderar la nación. —Señaló su ojo parchado con un dedo—. La gente te ve con temor. Eres quien desterró la primavera y el verano lejos de estas tierras, ¿no es así?

Y ante el silencio de su hermano mayor, continuó caminando con una sonrisa amplia y descarada.

Detrás del príncipe heredero, Yi Seok, se limitó a observarlo.

 ***

Luego de que los hermanos se dispersaran, Yi Hwan se quedó solo en el pasillo norte.

Los faroles colgaban como lunas apagadas. El incienso del luto todavía flotaba en el aire, mezclado con el olor a madera húmeda y a sangre seca. El silencio de ese momento se le incrustó en el pecho como una espina de hielo.

Se volvió una última vez hacia el pabellón donde yacía el rey.

Y entonces lo susurró, solo para sí:

—Abeoji… ¿quién ha sido?

Y la nieve, que empezaba a caer otra vez, no ofreció respuesta. Sin embargo, una voz formal lo hizo volver a la realidad.

—Seja-jeoha.

Yi Hwan se giró y vio a un eunuco inclinado a unos siete pasos de él. Cuando levantó la vista, el príncipe lo reconoció, era un enviado del Gran Consejero Real, su abuelo materno. 

 ***

El atardecer pronto teñiría los corredores del palacio con un dorado apagado, quebrado por las celosías de papel. Yi Hwan avanzaba por el pasadizo este con pasos medidos, las manos cruzadas detrás de la espalda y su mandíbula tensa.

El eunuco lo acompañó hasta una puerta tallada con motivos sobrios.

—El Gran Consejero Real lo espera.

Yi Hwan asintió.

El salón donde lo hicieron entrar era uno de los más antiguos del complejo imperial: la Cámara del Crisantemo Negro. Se decía que allí se habían decidido destierros, bodas reales y ejecuciones silenciosas. El aroma a flores secas impregnaba el aire, junto al incienso de sándalo que ardía en un brasero de bronce.

El Gran Consejero del difunto rey estaba sentado en el trono bajo, su vestimenta de luto cayendo como un manto de sombra sobre la tarima. No alzó la vista de un libro que estaba en la mesa delante de él, cerrado, con el título bocabajo.

—Inclínate, seja —dijo sin mirarlo—. Aquí no eres aún el rey.

Yi Hwan se inclinó. Descansó una rodilla primero y luego la otra, y se quedó allí, recto.

—El norte es un dilema —respondió, con una voz baja y serena.

—No te he llamado para hablar de eso. Hay otro asunto que requiere más urgencia.

Hubo un silencio largo, quebrado solo por el chisporroteo del incienso.

—¿El trono? —preguntó el príncipe.

Su abuelo por fin levantó la vista.

—No precisamente. —Depositó una mano encima del libro que había estado observando y sus dedos se cresparon antes de hablar—. El ojo blanco podría ser descubierto. Y eso no nos conviene.

—Nadie lo ha visto —respondió Yi Hwan, serio—. Y los que saben este secreto o están muertos o han jurado silencio. Todos creen que soy ciego de ese ojo. A menos que… alguien haya decidido traicionarnos.

El anciano, con ojos cansados, estudió el blanco en el cabello de Yi Hwan.

—Supongo que no todo se puede ocultar. El destino siempre es inevitable. No podemos escapar de los designios del Cielo. Ni siquiera un portador del ojo blanco.

—¿Qué sugiere?

El Gran Consejero desvió la mirada.

—Así como serví al difunto rey Yi Gyeong, yo, Yun Daechang, estaré justo detrás de ti, seja. No como familia, sino como la raíz que asentará tu reinado en este mundo helado. Hasta el último de mis días, protegeré el Ojo Blanco.

Yi Hwan respiró hondo. El aroma del sándalo le resultaba asfixiante.

—El Ojo Blanco —repitió el príncipe con desdén—, es lo único que importa al parecer.

—¡Seja-jeoha! —lo reprendió su abuelo con voz firme—. Tienes una lengua afilada. Espero que sepas usarla a tu favor cuando la ocasión lo amerite y cuando cortártela para sobrevivir.

—Lo haré, harabeoji.

—Ahora regresa a tus aposentos, seja. Debes descansar, aclarar la mente y prepararte para ser el nuevo rey de la nación.

Yi Hwan asintió, obediente y, sin embargo, aún había algo que le incomodaba.

—¿Quién fue, harabeoji? —preguntó entonces, más bajo—. ¿Quién lo mató?

El Gran Consejero Real lo observó con la calma de una víbora dormida.

—Un rey no muere por una sola mano. Muere por el peso de muchas. No busques justicia en un palacio donde todos empuñan cuchillos.

Yi Hwan levantó la vista hacia él.

—¿Y usted? ¿Empuñó uno?

El anciano esbozó una sonrisa tensa.

—Yo ya he hecho mi parte al proteger al futuro rey. No… he protegido al ojo blanco que gobernará. He velado porque así sea. Con eso es suficiente.

El Ojo Blanco, otra vez. ¿Alguna vez he importado siquiera?

Sus palabras lo golpearon con fuerza. Yi Hwan se mantuvo firme, aunque sus hombros se tensaron como cuerdas de arco.

—Comprendo, harabeoji, el ojo blanco lo es todo —dijo con voz grave—. Es lo único que realmente importa.

Yun Daechang se levantó por primera vez.

Caminó con pasos fluidos hasta quedar frente a su nieto, se inclinó y tomó su mentón con delicadeza. Era por mucho más bajo que él, pero su presencia llenaba el aire como una sombra demasiado grande.

—Te hice fuerte —le susurró—. No por ser quién eres. Sino porque este mundo no tolera a los débiles. Ni siquiera si llevan sangre real.

Yi Hwan sostuvo la mirada.

—Lo sé. Y por eso no le temo a los enemigos. Pero tampoco confío en los que me veneran.

El abuelo inclinó la cabeza apenas.

—Buena respuesta. Eres astuto, seja.

Le dio la espalda y volvió a su asiento.

—Te proclamarán rey al amanecer. El Consejo no lo verá con entusiasmo, pues todavía no hay claridad con respecto a lo del asesino de la espada de jade. —Suspiró—. Tienen miedo de ti. No los hagas dudar. Ni a mí.

—¿Y si no quiero el trono?

El rostro del Gran Consejero Real se tensionó.

—No es una elección, me temo. Es una condena, sí. Pero has nacido para reinar. Acepta tu propósito divino con dignidad.

Yi Hwan inclinó la cabeza.

—¿Me ha llamado solo para dictarme mi destino?

—No —respondió el anciano, con la voz áspera—. Te he llamado para recordarte que no tienes familia. Solo una trono que llenar. Resiste, aférrate a ti mismo. Cubre tu corazón con acero. Vive y destruye a los que osen desafiarte. No dudes, seja. ¡Nunca!

El silencio que siguió fue más gélido que la nieve fuera del salón.

¿No tengo familia?, repitió como si intentara grabarlo en su memoria. Pero en cambio dijo:

—No lo defraudaré, harabeoji.

Yun Daechang suspiró, notando el frío en la habitación. Y pensó: Lo siento, Hwan, pero debe ser así. El ojo blanco no puede caer en manos equivocadas. Eso podría causar una guerra mucho mayor que tu ascensión. Después dijo:

—Descansa, seja.

Yi Hwan se retiró sin mirar atrás.

Afuera, la noche había caído por completo. Las farolas temblaban en los corredores como fuegos encerrados.

Y el príncipe, silencioso, caminaba hacia su destino sin una oración en los labios.

Solo con el peso del trono sobre los hombros.

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