Lucien no volvió a preguntar nada.
Se quedó sentado en el borde de la cama, mirando la alfombra como si escondiera un secreto. Sus manos, que siempre se movían al hablar, estaban quietas. Su silencio no era incómodo. Era… pesado. Como si cargara algo que no se atrevía a nombrar.
Yo también callaba.
Había despertado con el nombre de Damián ardiéndome en la lengua, pero no podía decirlo en voz alta. Como si al nombrarlo, algo se rompiera. Como si él pudiera escucharme, incluso desde donde fuera que estuviera escondido.
—Estás rara —murmuró Lucien al fin.
Lo miré de reojo. Tenía el cabello revuelto y el uniforme arrugado. Había venido corriendo desde su casa cuando no respondí los mensajes. A veces olvidaba lo mucho que se preocupaba por mí. Lo mucho que me conocía.
—Tuve un sueño —dije.
Él alzó una ceja.
—¿Uno de esos sueños?
Asentí. No hacía falta decir más. Lucien entendía sin que tuviera que explicar.
—¿Él?
—Sí.
No dije su nombre. No podía. Aunque lo había escrito anoche, aunque aún sentía la presión de sus dedos en mi cuello. Decirlo sería como dejarlo entrar otra vez.
Lucien se levantó. Caminó hasta la ventana y la abrió. Entró una brisa fría que hizo temblar las cortinas.
—No te hace bien —dijo, sin mirarme—. Pensar tanto en alguien que ni siquiera sabes si es real.
No respondí.
Porque lo sabía.
Y también sabía que Lucien no estaba hablando solo de Damián. Hablaba de todo lo que me dolía. De todas las veces que me quedaba despierta hasta el amanecer escribiendo cosas que no mostraba a nadie. De las palabras que escondía incluso de mí misma.
Lucien me miró por encima del hombro.
—No te quiero perder.
Me dolió. Más de lo que esperaba.
—No me vas a perder.
Pero ni siquiera yo estaba segura de eso.
--- Lucien no dijo nada más. Cerró la ventana y se sentó otra vez, esta vez más cerca. Su codo rozó el mío, y por un segundo quise apoyarme en él, dejar que sostuviera todo lo que yo no podía seguir cargando.
Pero no lo hice.
Porque Lucien era real. Y lo real, a veces, duele más que las sombras.
—¿Qué viste esta vez? —preguntó en voz baja.
No podía mentirle. No a él.
—Me tocó el cuello —susurré.
Lucien frunció el ceño.
—¿Te hizo daño?
Negué con la cabeza.
—No. Solo lo puso ahí. Como si me leyera con la mano. Como si supiera cada parte rota de mí.
Él apretó los puños. Lo vi. Esa tensión en sus dedos, en su mandíbula, en el aire.
—No me gusta.
—Lo sé.
—No me gusta que parezca que te entiende más que yo.
Me giré hacia él. Por primera vez, lo vi. No solo al amigo. Vi al chico que se quedaba en la puerta de mi casa cuando discutía con mi madre. Al que me mandaba audios largos de madrugada solo para que no me sintiera sola. Al que leía todo lo que escribía, incluso cuando yo creía que no valía nada.
—Tú me entiendes —dije.
Lucien bajó la mirada.
—No como él.
Hubo un silencio.
Uno de esos que duele en los huesos.
—Tú estás aquí —dije al fin.
Y eso… también es amor.
--- Lucien se pasó la mano por el cabello, inquieto. La habitación estaba en silencio, salvo por el leve zumbido de la lámpara que parpadeaba sobre nosotros.
—A veces siento que estás en otro lugar —dijo—. Como si estuvieras… con él, incluso cuando estás conmigo.
—Porque lo estoy.
Lo dije sin querer. Sin suavizar. Sin disfrazar.
Lucien se encogió apenas. No de forma visible, sino en el pecho. Lo sentí.
—¿Qué tiene él que no tenga yo?
—No es eso. No se trata de eso. No es una competencia.
—Entonces, ¿qué es?
Tomé aire. No quería herirlo. Pero tampoco podía mentirme más.
—Él… me recuerda lo que olvidé. Lo que escondí de mí misma. Me asusta, Lucien. Pero también me despierta.
—¿Y yo?
Lo miré.
—Tú me salvas. Cada día. Sin hacer ruido.
Lucien desvió la vista. Triste. Firme. Hermoso de una forma que dolía.
—¿Y si un día no puedo salvarte más?
Me acerqué, tomé su mano. La sentí cálida, humana, temblando un poco.
—Entonces me perderé contigo.
---
Lucien me miró como si quisiera decir algo más, pero se tragó las palabras. Él siempre lo hacía: guardarse lo que quemaba, para no herirme. A veces, eso me dolía más que sus verdades.
—¿Te quedarás esta noche? —preguntó.
Asentí. Aunque sabía que esa noche no me pertenecería del todo. Aunque él estuviera conmigo, mis pensamientos seguirían siendo invadidos por Damián. Por su voz que no dejaba de resonar en las grietas de mi memoria.
Lucien se acostó primero, de espaldas al techo. Yo me recosté a su lado, pero no lo toqué.
—¿Y si él vuelve? —murmuró.
—Lo hará.
—¿Y tú?
—No lo sé, Lucien.
No lo sabía. No podía prometerle nada. No a él. No a mí. No a nadie.
Lucien apagó la luz. La oscuridad cayó sobre nosotros como una manta fría.
—Te amo —susurró.
Mi pecho se encogió. Cerré los ojos. Me obligué a respirar.
—Lo sé.
Pero no respondí igual.
No porque no lo quisiera.
Sino porque no sabía cómo amar a alguien que me ofrecía paz… cuando yo solo conocía el fuego.