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Chapter 3 - Capítulo V – Donde el Sol Se Inclina

Al abrir la puerta de mi habitación, el olor cálido del desayuno me golpeó con fuerza. Mi madre ya estaba en la cocina, moviéndose con la precisión de quien ha repetido la rutina mil veces. Sobre la mesa de troncos había arroz recién cocido, una hogaza de pan aún tibia, un jugo de naranja agria mezclado con avena. El vapor que salía de la olla llenaba la estancia con ese aroma reconfortante de hogar.

—Para el almuerzo —dijo mi madre sin voltear— te llevarás faldas de res al vapor con pimientos, tomates y cebolletas. También tu porción de arroz y pan.

Asentí en silencio mientras me acercaba a servir. A pesar de la sencillez de los ingredientes, la comida sabía a cariño y esfuerzo. Cada bocado en casa siempre tenía ese toque. La distribución de nuestra Casa Taller era simple pero funcional. El primer piso estaba completamente dedicado al taller de herrería. Un olor persistente a hierro quemado y aceite viejo se quedaba impregnado en las paredes de piedra. En la esquina izquierda del taller, una escalera de madera nos llevaba al segundo piso.

Al girar a la derecha, se abría la sala comunitaria. Una mesa improvisada con un tocón partido a la mitad, sostenida por cuatro troncos firmemente clavados, dominaba el centro. Alrededor de ella, seis sillas hechas del mismo modo: tocones con respaldo reforzado con varas gruesas. No eran bonitas, pero eran nuestras.

Al fondo, una estructura en esquina servía como cocina. Encima descansaban los utensilios y la comida del día. A un lado, una pileta de barro y arcilla conservaba el agua fresca que recogíamos por las mañanas. Gracias a eso, no necesitábamos ir al pozo más de una vez al día.

En la pared opuesta, la chimenea de piedra se encargaba de asar y cocinar lo que no se podía hervir. Más allá, un pasillo angosto llevaba a las cuatro habitaciones: primero la mía, luego la de mis hermanas. Después la recámara de mis padres y, al final, el baño.

Este último era una habitación pequeña, sin pretensiones, con dos pequeñas ventanas que permitían la ventilación. Una caja de madera hacía de letrina, y en las esquinas había ramos secos de hierbas aromáticas para disimular los olores. Un sistema de canalones de barro, instalado por un vecino ingenioso, servía como tubería: los desechos bajaban por gravedad hasta unirse al drenaje de la ciudad. Limpiábamos el baño cada tres días, más por necesidad que por costumbre.

Mientras comía, mi mente no dejaba de dar vueltas sobre mi primer entrenamiento con el viejo Héctor. Sentía una mezcla incómoda de emoción y nervios, como si tuviera carbón caliente en el estómago. En ese momento, mi madre se sentó a mi lado, con el ceño ligeramente fruncido, como si su preocupación se colara entre los aromas del desayuno.

—Parece que hoy será tu primera lección con Héctor, ¿no es así? —dijo con tono sereno—. He intercambiado algunas palabras con él cuando voy a la puerta Norte cada dos meses. Es un hombre agradable.

Aquello me sorprendió, no sabía que se conocían. De inmediato, una chispa de entusiasmo se encendió en mi interior.

—Cuando lo veo por las mañanas se siente… imponente. Como si un solo error bastara para que me partiera en dos con la mirada —dije, dejando salir un suspiro, a medio camino entre el alivio y el temor.

Mi madre sonrió suavemente y aplaudió una vez, divertida por mi comentario.

—Sí, así es. Pero he escuchado cosas de los guardias en la puerta. Dicen que los entrena con dureza… los hace correr hasta desmayarse y trotar cargando a sus compañeros sobre los hombros.

Lo dijo con un tono ligero, pero podía notar lo que intentaba hacer: disuadirme.

Dejé la hogaza de pan a medio comer y sentí un ligero nudo en el pecho.

—¿Crees que no podré con él? —pregunté, mirándola con atención.

Mi madre guardó silencio un momento, y luego mostró un rostro idéntico al mío: esa mezcla de esperanza tensa y miedo contenido.

—Lo siento, no era mi intención desanimarte. Solo que... me asusta que alguien como él no pueda ver la clase de persona que eres, por culpa de tu condición. Que no vea lo fuerte que eres, más allá del cuerpo.

No era miedo al fracaso, era miedo a que me rompiera sin siquiera darme la oportunidad de probarme. Sus palabras me golpearon hondo, pero también me dieron claridad.

—Puedo entender tu preocupación —dije, con voz firme—, pero, aunque termine vomitando sangre, daré mi mayor esfuerzo. No quiero seguir siendo “el chico frágil”. Quiero ser reconocido por ese anciano... y por todos.

Me puse de pie, con decisión. Mi madre me miró en silencio unos segundos y luego sonrió, aunque sus ojos aún contenían algo de temor.

—Ya veo… me alegra que puedas dejar tus dudas atrás y enfocarte en lo que realmente importa. Ten cuidado, ¿sí? Más tarde te llevaré el almuerzo.

Asentí, ya listo para marcharme.

—Bien, me voy.

Al salir de casa, el aire de la mañana me recibió como una caricia fría y viva. Aún no había luz plena, pero el cielo ya mostraba esas franjas anaranjadas que anunciaban la salida del sol. El rocío todavía descansaba sobre los techos de teja y las hojas de los árboles, haciendo que todo pareciera más limpio, más callado, como si el mundo aún estuviera desperezándose.

Caminé por la calle principal sur, donde algunas pocas ventanas ya dejaban escapar luz cálida de las lámparas de aceite. Las familias empezaban a moverse: un padre acarreando leña al hombro, una madre barriendo la entrada con una escoba de ramas, un niño somnoliento ayudando a su abuelo a abrir las contraventanas del taller de carpintería. El olor a pan recién horneado se mezclaba con el de la leña quemada y las primeras ollas de avena empezaban a humear, colándose por las rendijas de las puertas mal cerradas.

A mi paso, algunos saludaban con un movimiento de cabeza o una palabra murmurada con voz ronca y adormilada. Era una hora sagrada para quienes se ganaban la vida con las manos: los herreros sacaban sus martillos, los sastres aireaban las telas y algunos mercaderes pequeños colocaban sus tableros de madera para comenzar a exhibir mercancías.

Pronto dejé atrás las calles empedradas más transitadas y me adentré en una zona donde las casas eran menos densas, y los árboles comenzaban a abrir espacio a un parque bien cuidado. No era grande, pero tenía su encanto. Un campo abierto con césped corto, varias zonas de tierra compactada donde la gente solía entrenar, y unos postes de madera en hilera que servían para practicar golpes o equilibrio. El parque estaba delimitado por una cerca de piedra baja, y en sus esquinas había bancos de madera vieja, algunos aún cubiertos por la humedad de la madrugada.

En uno de los extremos, una pequeña fuente de piedra soltaba un hilo constante de agua limpia. Era común que allí los vecinos llenaran cubos o simplemente se enjuagaran el rostro para espabilarse. Cerca de allí, un anciano ya empezaba a estirar los brazos, moviéndose con la lentitud de quien carga varias décadas en los huesos, pero aún tiene voluntad de moverse.

Respiré hondo. El olor a tierra húmeda, a resina de los árboles, y ese sutil perfume que tiene el mundo justo antes de despertar, me llenaron el pecho. Mi corazón latía con fuerza, no por el esfuerzo, sino por la expectativa. Hoy empezaba algo que podría definir el resto de mi vida. Y no importaba cuánto me doliera después, sabía que este era el primer paso.

Me dirigí hacia la plaza norte con paso decidido. Cada callejuela que atravesaba me acercaba más a ella y a mi primer encuentro con el Caballero Galante. Ahí estaba el anciano. De pie como una estatua tallada por la guerra misma, su silueta contrastaba con la luz suave del amanecer. Su cabello blanco caía como una cortina hasta los hombros, y su barba perfectamente alineada lo hacía parecer aún más anciano de lo que seguramente era. Pero su postura… su postura desmentía toda fragilidad. Erguido, con la espalda recta como una lanza clavada en la tierra, los brazos cruzados detrás como si esperara a un escuadrón entero y no solo a un chico enclenque como yo.

Vestía simple: pantalón de vestir azul, camisa blanca, pero su gabardina estaba doblada con meticulosa precisión a un lado, como si cada pliegue tuviera su propio lugar en el mundo. Encima, la boina esperaba. Sus espadas colgaban de sus cinturones: el estoque, delgado y recto como una promesa de muerte rápida, y la espada de parada, sólida, confiada, dispuesta a rechazar todo lo que se atreviera a acercarse.

(Es impresionante. Por lo que he oído, no hay otro espadachín igual. Ni los comandantes de las puertas, ni siquiera la mismísima guardia del Rey podrían compararse con este anciano. Es un monstruo entre hombres).

Con el corazón martillándome en el pecho, me acerqué a él. Cada paso me hacía sentir más pequeño, como si el peso de su experiencia aplastara el suelo donde caminaba.

—Buenos días, maestro. Estoy a su cargo esta vez —intenté que mi voz sonara firme, aunque por dentro me sentía como un cachorro.

Durante un momento no dijo nada. Solo el sonido del viento entre los árboles acompañó mis palabras. Luego giró ligeramente la cabeza y me respondió con esa voz grave, curtida como cuero viejo:

—Buenos días, mocoso. ¿Pudiste descansar?

Me tomó por sorpresa, pero no pude evitar sonreír para mis adentros. No lo decía con desprecio… más bien, con una especie de cariño tosco, casi como si fuera su manera de decir “bien hecho”.

—Por supuesto. Comí y descansé bien. Estoy listo —le respondí, esta vez con más seguridad, el pecho ligeramente inflado por la emoción contenida.

Sabía que lo que venía no iba a ser fácil. Que ese anciano podría destrozarme con una mirada o hacerme vomitar los pulmones con solo una ronda de ejercicios. Pero, aun así, ahí estaba. Y esa mañana, bajo el cielo que apenas despertaba, estaba dispuesto a dar cada fibra de mi cuerpo para ser digno de cargar una espada.

—Bien, bien… —dijo el anciano, su tono parecía complacido… hasta que no lo fue.

—He escuchado que hay un mocoso pecoso, parecido a ti, con un cuerpo tan frágil que apenas puede mantenerse de pie. No serás tú, ¿verdad?

Su mirada me atravesó como una estocada. No era burla lo que había en sus ojos, era algo peor: decepción anticipada. Como si ya supiera que estaba perdiendo el tiempo conmigo.

(Lo sabe. Mierda, lo sabe… ¿Qué hago ahora?)

Antes de poder pensarlo bien, mi boca ya se había adelantado a mi cerebro.

—Sí… eso es cierto —solté, tragando saliva—. Mi cuerpo no es fuerte. A veces, cuando me esfuerzo, siento que la vida se me escapa. Como si algo dentro de mí se quebrara un poco más cada vez...

El silencio pesó sobre mis hombros como una capa mojada. Pero no podía detenerme ahí, no ahora.

—...pero, aun así, no pienso ceder. Si tengo que arrastrarme, lo haré. Si tengo que quedarme sin aliento, también. Estoy más que dispuesto a aprender la espada, aunque tenga que hacerlo con los dientes apretados y los huesos temblando.

Lo miré, firme. O al menos lo intenté. Por dentro, mis piernas parecían estar hechas de barro. Pero mis palabras eran verdad. No iba a retroceder.

Si este anciano estaba buscando un alumno perfecto, no era yo.

Pero si buscaba a alguien que no iba a rendirse... entonces tenía al indicado.

Entonces, la expresión del anciano cambió.

Ya no había duda ni juicio en sus ojos. Había… ¿emoción?

—Muéstrame —dijo con una voz seca.

Y sin previo aviso, su puño derecho cruzó el aire con la velocidad de un trueno. Un golpe directo a mi rostro. No era un simple movimiento de prueba. No. Aquello llevaba una intención clara.

La presión era insoportable. Como si toda la rabia del mundo se concentrara en ese único instante. Un puño con el peso del odio, del rechazo, de la muerte misma. Por un segundo, sentí que ese golpe no era solo físico… que me gritaba que no pertenecía a este mundo.

No tuve tiempo de pensar. Solo de actuar.

Salté hacia él. No con estrategia. No con habilidad. Solo con desesperación. Quería detenerlo. Necesitaba hacerlo.

Y entonces, la oscuridad se tragó el impulso.

Cuando abrí los ojos, estaba de rodillas. La tierra fría me recibía con su aspereza. El sabor del jugo de naranja y la avena subía por mi garganta con violencia. Me faltaba el aire.

El anciano me había hundido la rodilla en el abdomen justo cuando me lancé. Un golpe seco, preciso. Como si supiera exactamente dónde romperme sin matarme.

Mientras luchaba por no vomitar mi desayuno, una mano pesada palmeó mi hombro. Me hizo tambalear un poco.

Cuando alcé la vista, lo vi sonreír.

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