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Chapter 71 - Capítulo 67 – Reacciones de un Padre (Parte 2)

Capítulo 67 – Reacciones de un Padre (Parte 2)

El tercer episodio llegó más rápido de lo que esperábamos. Ya no era solo curiosidad lo que nos movía a encender la televisión. Era necesidad. Era vínculo. Era una forma de estar cerca de Cody, aunque fuera a través de una pantalla.

Mi esposa preparó té. Yo me senté con una libreta, como si fuera a tomar notas. No sé por qué lo hice. Tal vez porque ver a mi hijo en un programa de competencia me hacía sentir como si estuviera en una junta importante. Como si cada gesto suyo fuera parte de un informe que debía entender.

El episodio comenzó con una calma engañosa. Los campistas estaban más relajados, más adaptados. Cody apareció en la pantalla con una sonrisa que ya no era nerviosa. Era confiada. Era cómoda. Era suya.

Pero entonces vino la sorpresa.

Cody, al parecer, había estado haciendo travesuras en el campamento. Nada tumba. Nada peligroso. Pero suficientes como para que el presentador decidiera "castigarlo".

El castigo: tocar música para todos.

Mi esposa se indignó.

"¿Eso es un castigo? ¡Eso es un regalo!" dijo ella.

Y tenía razón.

Porque lo que siguió fue una escena que nos dejó sin palabras.

Cody se paró frente a todos. Y tocó.

No como obligación. No como penitencia. Como expresión. Como arte. Como declaración.

La cámara lo enfocaba desde distintos ángulos. Su postura era firme. Su rostro, concentrado. Sus manos, seguras. Y la música... la música era hermosa.

Los demás lo escuchaban. Algunas con sorpresa. Otros con admiración. Y nosotros, desde casa, lo mirábamos como si fuera la primera vez.

"Ese es mi hijo," dije.

"Ese es nuestro hijo", corrigió mi esposa.

Y tenía razón.

Porque en ese momento, Cody no era solo el chico que se había ido a una isla. Era el artista. El joven que había encontrado una forma de decir lo que no se dice. De mostrar lo que no se muestra. De sanar lo que no se nombra.

Pero el episodio no terminó ahí.

El reto principal era una competencia de no dormir. Los campistas debían mantenerse despiertos el mayor tiempo posible, enfrentando pruebas, distracciones y el cansancio acumulado.

Cody se mantuvo firme. No solo por resistencia física. Por voluntad. Por estrategia. Por deseo.

Y entonces, al final del desafío, ocurrió.

Cody y Gwen, la chica gótica, estaban juntos. Exhaustos. Sentados uno al lado del otro, con los ojos a medio cerrar, con las palabras ya gastadas. Habían resistido. Habían ganado. Y en ese momento, mientras caían dormidos, se besaron.

Mi esposa gritó.

"¡No puede ser! ¡Ganaste la apuesta!" dijo ella.

Yo levanté los brazos como si hubiera ganado una medalla.

"¡Lo sabía! ¡Era ella! ¡Siempre fue ella!" dije yo.

Fue un beso breve. Sincero. Calido. No por espectáculo. No por drama. Por conexión.

Y eso… eso me hizo feliz.

No por la apuesta. No por el juego. Por lo que significaba.

Porque Cody, el chico que antes buscaba afecto en lugares equivocados, ahora lo encontraba en alguien que lo veía. Que lo escuchaba. Que lo entendía.

Mi esposa, aunque sorprendida, me disgusta.

"No me convenzas del todo. Pero si lo hace feliz..." dijo ella.

Y yo asentí.

Porque al final, eso era lo que importaba.

Cody estaba bien. Estaba creciendo. Estaba conectando.

Y nosotros… nosotros lo veíamos.

No como antes. No desde la distancia emocional. Desde la presencia. Desde el orgullo. Desde el amor.

Ese fue el episodio más que entretenimiento. Fue revelación. Fue confirmada. Fue celebración.

Y yo… yo me sentí más cerca de mi hijo que nunca.

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La semana comenzó con algo que no esperábamos: llamadas.

Primero fue una agencia de talentos. Luego otra. Luego un correo de una disquera. Todos querían hablar de Cody. De su presencia. De su carisma. De su talento. De su historia.

Mi esposa pensó que era una broma. Yo también. Pero los nombres eran reales. Las propuestas, serias. Quería saber si Cody estaría dispuesto a grabar, a presentar, a firmar. Quería convertirlo en artista. En figura pública. En algo más que un concursante.

Y yo… yo no sabía qué pensar.

Porque por primera vez, el mundo estaba viendo lo que nosotros apenas comenzábamos a descubrir.

Cody no era solo nuestro hijo. Era alguien que tocaba a los demás. Que conectaba. Que brillaba.

Pero antes de responder a nadie, antes de considerar contratos o propuestas, llegó el cuarto episodio.

Y con él, el juego de quemados.

Desde el inicio, sabíamos que sería físico. Que sería intenso. Que pondría a prueba no solo la fuerza, sino la estrategia.

Cody apareció en la pantalla con una camiseta sin mangas, mostrando los músculos que aún me sorprendían. Se movía con agilidad. Con precisión. Con energía.

Y arrasó.

Lanzaba pelotas con fuerza. Esquivaba con destreza. Dirigía a su equipo con claridad. Era un líder. Era un competidor. Era una fuerza.

"Eso lo sacó de mí", dije, sin mirar a mi esposa.

Ella no respondió. Pero irritante.

Porque aunque no lo decimos mucho, ambos sabemos que Cody tiene partes de los dos. Su sensibilidad, su inteligencia, su humor. Pero también su fuerza, su impulso, su fuego.

El juego avanzaba. Cody dominaba. Y entonces… ocurrió.

Un chico de su equipo. No recuerdo su nombre. Uno de esos que parecen estar ahí solo para molestar. Lo traicionó. Le lanzó una pelota por la espalda. Lo hizo perder.

Mi esposa gritó.

"¡Eso fue a propósito! ¡Ese idiota lo hizo perder!" dijo ella.

Yo apreté los puños.

No por el juego. Por la traición. Por la injusticia.

Pero Cody no se quedó. No se enojó. No buscó venganza.

Se levantó. Se sacudió. Y seguí.

Y eso… eso me impresionó.

Porque antes, Cody se habría frustrado. Se habría encerrado. Se habría sentido menos.

Pero ahora… ahora sabía quién era. Sabía lo que valía. Sabía que una derrota no lo definiera.

Afortunadamente, no lo eliminaron.

Y eso nos dio alivio.

Pero lo que siguió fue aún más interesante.

Lindsay.

La rubia. La distraída. La que parecía vivir en su propio mundo.

Ella empezó a acercarse a Cody. A hablarle. A reír con él. A buscarlo.

Y Cody… Cody respondía.

No con burla. Sin sarcasmo. Con ternura. Con paciencia. Con interés.

Mi esposa lo notó.

"¿Crees que te gusta?" preguntó ella.

"No lo sé. Pero parece que ella sí", dije yo.

Y era cierto.

Porque Lindsay, aunque caótica, tenía algo. Algo que conectaba con Cody. Algo que lo hacía sonreír de forma distinta.

Y yo… yo lo veía.

No como padre celoso. Como padre curioso. Como padre que quiere entender.

Porque Cody, en ese episodio, no solo mostró fuerza. Mostró humanidad. Mostró madurez.

Y eso… eso me hizo sentir orgulloso.

Las llamadas seguían llegando. Las agencias insistían. Los correos se acumulaban.

Pero nosotros… nosotros solo queríamos que estuviera bien.

Que seguiría creciendo.

Que siguiera brillando.

Y que, sobre todo, seguía siendo él.

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El quinto episodio no empezó como los demás. No hubo gritos, ni explosiones, ni retos absurdos. Esta vez, el programa bajó el ritmo. Se volvió más íntimo. Más humanos. Más peligroso, pero no por lo físico, sino por lo emocional.

Era noche de talentos.

Los campistas debían mostrar algo propio. Algo que los representará. No para ganar puntos. No para sobrevivir. Para compartir. Para abrirse. Para decir "esto soy" sin necesidad de competir.

Mi esposa y yo nos sentamos frente al televisor con una mezcla de emoción y nervios. Las agencias seguían llamando. Los correos seguían llegando. Pero esa noche, todo eso quedó en pausa. Porque sabíamos que lo que veríamos no sería espectáculo. Sería verdad.

Los primeros talentos fueron variados. Algunos divertidos. Otros extraños. Algunos conmovedores. Pero lo que más nos impactó fue lo que ocurrió entre las chicas.

Heather, la de mala cara, hizo algo rudo con Gwen, la gótica. No entendimos del todo lo que pasó, pero fue tenso. Incómodo. Violento en lo emocional. Gwen se mantuvo firme. Pero Cody... Cody se acercó a ella. La abrazo. La sostenida. No dijo nada. Solo estuvo ahí. Y eso bastó.

Luego, otra chica vomitó sobre él.

Mi esposa gritó.

"¡¿Qué está pasando en ese lugar?!" dijo ella.

Yo no supe qué decir. Solo vi a Cody limpiarse, reír nerviosamente y seguir adelante. Como si ya supiera que la vida a veces te lanza cosas que no puedes evitar. Y que lo importante no es evitarlo, sino cómo te levantas después.

Y entonces, llegó su turno.

Cody subió al escenario. No con arrogancia. Con calma. Con respeto. Con intención.

No dijo nada al principio. Solo coloque el micrófono. Respir hondo. Y proyectaron una imagen detrás de él.

Era él.

El Cody original.

Delgado. Con ropa pasada de moda. Con una sonrisa nerviosa. Con una postura encorvada. Con el cabello desordenado y esa expresión que parecía pedir permiso para existir.

Era él. Era nuestro hijo. Era el que conocíamos por años. El que vimos crecer sin saber cómo acercarnos.

Y ahí verlo, en pantalla, como símbolo de lo que dejó atrás… fue duro.

No porque nos avergonzara. Porque nos dolio.

Porque sabíamos que ese Cody había estado solo. Había buscado afecto en lugares equivocados. Había intentado encajar sin saber cómo. Había esperado que alguien lo viera. Lo escuchara. Lo entendiera.

Y nosotros… no supimos hacerlo.

Pero Cody no se quedó en la imagen. No se quedó en el pasado.

Tocó música.

No dijo qué era. No explicado. Solo tocó.

Y lo que salió de sus manos… nos llegó.

A todos.

A los campistas. Al presentador. A los técnicos. A nosotros.

No era solo una melodía. Era una escena. Una declaración. Una forma de decir "esto fui" sin decir "esto soy".

La música hablaba por él. De cambio. De crecer. De dejar atrás una piel que ya no te queda. De aprender a caminar con tus propios pasos. De no esperar que te salven, sino de aprender a salvarte.

Y mientras tocaba, la imagen de su "yo anterior" seguía ahí. No como burla. Como testigo. Como parte de él.

Los demás lo escuchaban. Algunas con sorpresa. Otros con lágrimas. Otros con una sonrisa que decía "te entiendo".

Y nosotros… nosotros no sabíamos qué hacer con tanto.

Mi esposa lloraba. No con escándalo. Con profundidad. Con reconocimiento.

Yo... yo me quedé en silencio.

Porque ver a tu hijo mostrar su vulnerabilidad, aunque sea en parte, aunque sea con una imagen y una música que no necesita explicación, es algo que no se puede describir.

Nos dolió.

No porque fuera triste. Porque era verdad.

Porque sabíamos que mucho de ese dolor venía de nosotros. De nuestra ausencia. De nuestra ignorancia. De nuestra falta de presencia.

Y aún así, Cody no nos culpó.

Nos mencionamos. Con cariño. Con respeto. Dijo que sus padres lo apoyaban. Que lo amaban. Que estaban aprendiendo.

Y eso… eso fue un regalo.

Porque nos dio espacio. Nos dio perdón. Nos dio oportunidad.

Al terminar, los demás lo aplaudieron. Algunos lloraban. Otros lo miraban con admiración.

Y nosotros… nosotros solo queríamos abrazarlo.

Ese episodio no fue solo una muestra de talento.

Fue una muestra de alma.

Y yo… yo me sentí más cerca de mi hijo que nunca.

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El sexto episodio fue el más duro. No por lo que vimos. Por lo que sentimos.

Desde el inicio, el reto parecía simple: sobrevivir en el bosque. Algo físico, sí, pero manejable. Los campistas debían orientarse, construir refugios, encontrar comida. Nada que nos hiciera sospechar lo que vendría.

Mi esposa y yo lo vimos con calma. Con confianza. Cody había demostrado fuerza, liderazgo, inteligencia. Sabíamos que sabría adaptarse. Que sabría cuidar de sí mismo. Que sabría proteger a otros.

Pero entonces, el rugido.

La cámara tembló. Los gritos se mezclaron. El caos estalló.

Un oso.

Un maldito oso.

Atacó al grupo de Cody. No fue una escena editada para drama. Fue real. Fue cruda. Fue brutal.

Y Cody… Cody se lanzó.

No corras. No se escondió. No se paralizó.

Se lanzó a salvar a sus compañeros.

Mi esposa gritó. Yo me levanté del sofá como si pudiera entrar a la pantalla.

"¡¿Qué está haciendo?! ¡¿Por qué no corre?!" dijo ella.

Yo no respondí. No podía.

Las imágenes eran rápidas. Confusos. Pero claras en lo esencial: Cody se interpuso. Cody recibió el golpe. Cody cayó.

Y nosotros… nosotros nos rompimos.

Mi esposa empezó a llorar. No con lágrimas suaves. Con sollozos. Con desesperación. Con miedo.

Yo agarré el teléfono. Llamé a los abogados. Busqué vuelos. Contacté a un viejo amigo con barco. Estaba dispuesto a llegar a esa isla por mar si hacía falta.

"Lo sacamos. No me importa el contrato. No me importa la producción. No me importa nada", dije.

Mi esposa asentía, entre lágrimas.

"¡Nos vamos ya! ¡Ya! ¡No hay tiempo! ¡Ese lugar es una locura!" dijo ella.

Y entonces, sonó el teléfono.

Era Cody.

Su voz estaba cansada. Lista. Pero firme.

"Estoy bien," dijo.

"No estás bien. ¡Te atacó un oso!" dijo mi esposa.

"Ya pasó. Me revisaron. Estoy vendado. Estoy entero", dijo Cody.

"¡Nos vamos por ti! ¡No puedes quedarte ahí!" dije yo.

"Papá, mamá... esto es mío. Esto lo elegí. Esto lo estoy viviendo. No quiero que me salven. Quiero que me respeten", dijo Cody.

Y eso… eso nos partió.

Porque por primera vez, nuestro hijo no pidió ayuda.

Pedía autonomía.

Pedía confianza.

Pedía que lo viéramos como lo que era: un joven que había aprendido a cuidarse. A decidir. Un enfrentamiento.

Pero no fue una conversación tranquila. Fue una pelea. Una de esas que no se gritan, pero que duelen más que cualquier grito.

"¡No entiendes lo que vimos! ¡Tu madre está destrozada! ¡Yo estoy destrozado! ¡No puedes quedarte ahí como si nada!" dije yo.

"¡No fue como lo mostrado! ¡Sí, fue peligroso, pero estoy bien! ¡Estoy vivo! ¡Estoy entero! ¡Estoy aquí!" dijo Cody.

"¡No quiero que estés 'aquí' en una llamada! ¡Quiero que estés en casa! ¡Quiero verte! ¡Quiero saber que estás seguro!" dijo mi esposa.

"¡Seguro no significa encerrado! ¡Seguro no significa que me quiten lo que estoy construyendo! ¡No me saquen de esto! ¡No me quiten lo que por fin es mío!" dijo Cody.

"¡No entiendes lo que es perder a un hijo! ¡No entiendes lo que es ver tu sangre en una pantalla y no poder hacer nada!" dije yo.

"¡Y ustedes no entienden lo que es vivir con miedo a no ser suficiente! ¡A no ser visto! ¡A no ser respetado! ¡Esto me está dando algo que nunca tuve!" dijo Cody.

Mi esposa se quedó en silencio. Yo también.

Porque el dolor era real. Pero también lo era su decisión.

Y entonces, algo más.

"Gwen está conmigo. Me está cuidando. Es mi novia", dijo Cody.

Mi esposa frunció el ceño.

"No me gusta esa chica", dijo ella.

"Pero lo hace feliz", dije yo.

Y eso bastó.

No para calmar el dolor. Pero para entender que, aunque nos duela, Cody está creciendo. Estás eligiendo. Está viviendo.

Ese fue el episodio más duro.

Porque nos demostró que no podemos protegerlo de todo.

Que no podemos evitarle el dolor.

Que no podemos decidir por él.

Pero también nos mostró que, a pesar de todo, él está bien.

Está fuerte.

Está amado.

Está vivo.

Y eso… eso es suficiente.

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