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Chapter 3 - Capítulo 3: Invitación al fuego

Una carta sellada con cera roja llegó a manos de cada uno.

> "Esta noche, cuando la luna toque el trono de obsidiana, preséntense ante mí.

No lleguen tarde.

—Lorena, Emperatriz del Fénix Carmesí"

La noche anterior había sido inquieta. Aunque Lorena se sentía segura en su poder, sabía que las miradas de aquellos hombres no eran solo de deseo. Había capturado su atención, sí… pero ¿hasta qué punto los tenía en sus manos?

Al amanecer, se levantó con la misma rutina de siempre. La mesa del desayuno, dispuesta con perfección imperial, la esperaba. El mantel rojo con puntillas bordadas en oro, las tazas blancas con detalles de porcelana finísima, y más allá, el jardín: una explosión de flores que abrazaban los muros del castillo con aromas y colores.

Tomó su té en silencio, dejando que la calma de la mañana impregnara su cuerpo antes de dirigirse a su estudio. Tenía asuntos pendientes que resolver. Esa noche sería distinta. Iba a recibir visitantes. No mensajeros. No aliados. Hombres. Hombres con fuego en la mirada… y ella era la única capaz de dominarlo.

Al caer la tarde, comenzó a prepararse. Se envolvió en un kimono carmesí de tela pesada y profunda, que insinuaba más de lo que mostraba. Era sensual como una promesa, pero firme como una declaración de guerra.

Porque esa noche, ella no iba a ser conquistada.

Esa noche, ella iba a probar quién merecía el privilegio de intentar.

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El Salón Carmesí

La sala estaba bañada en tonos cálidos. Las cortinas gruesas colgaban como sangre congelada, el incienso llenaba el aire con especias oscuras, y una larga mesa descansaba en el centro, preparada… pero solo ocupada por una figura: Lorena.

Sentada en el centro, en silencio, irradiaba poder. Su mirada era fuego contenido. Su postura, un trono en sí misma.

Los rumores habían corrido por los pasillos: tres hombres vendrían esa noche. Tres hombres muy distintos, como si los elementos mismos se hubieran disfrazado para cortejar a una diosa.

El primero en entrar fue Soren, confiado, provocador, con la seguridad de quien ha ganado batallas solo con su sonrisa.

Después llegó Raizel, elegante, con una rosa negra en la mano, como si supiera que la belleza verdadera se esconde en la oscuridad.

Y por último, Kairo, el más silencioso, como un presagio, como si ya supiera que esto no era un juego… sino un sacrificio.

Ninguno habló. El silencio era una ofrenda.

Lorena tomó su copa de vino oscuro, y con voz fría, pronunció la primera sentencia:

—No los invité para que me seduzcan… sino para ver quién tiene el temple para servirme, sin perderse en el intento.

Raizel colocó la rosa sobre la mesa con suavidad, casi como un ritual.

—Entonces decidís vos cómo querés ser amada.

Soren apoyó un codo en la mesa, la sonrisa aún viva en su rostro.

—¿Y si ninguno de nosotros se rinde?

—Entonces se quemarán —respondió ella, bebiendo con calma.

Kairo no dijo nada al principio. Solo la observó, con esa intensidad que no pedía permiso. Luego murmuró:

—Tal vez… vinimos para eso.

El aire se volvió más denso, como si el mismo salón entendiera que algo sagrado estaba por comenzar. Una danza. Una guerra. Un juego.

> Las reglas eran simples.

Ella era la Reina.

Ellos, los peones.

Y los peones debían proteger a su Reina.

Pero para que ella confiara, tenían que ganársela.

No como un trofeo.

Como un premio.

Y a partir de ese momento, cada día, uno de ellos tendría derecho a acercarse. A intentar conquistarla.

Solo uno.

Y quizás, ninguno lograría salir ileso.

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Escena 1: Soren – La danza del desafío

El salón de entrenamiento estaba vacío, excepto por él.

Soren se movía con precisión, su lanza trazando círculos en el aire. Su cuerpo, cubierto por una delgada capa de sudor, brillaba bajo la luz dorada del atardecer que entraba por los ventanales altos. Cada golpe, cada giro, era tan estético como letal.

Desde una terraza superior, Lorena lo observaba. Silenciosa.

Él lo sabía.

Se detuvo, girando la cabeza hacia ella.

—¿Te gusta lo que ves, Emperatriz?

Lorena no movió un músculo. Su voz descendió como hielo:

—Solo evaluaba si realmente valés la pena para proteger algo más que tu ego.

Él rió. Y, sin decir más, lanzó su lanza con fuerza hacia un blanco de madera. Impactó justo en el centro.

—Entonces dame una prueba más difícil, mi reina. Sorprendeme.

Ella se dio media vuelta. No respondió. Su silencio fue más poderoso que una sonrisa.

Y esa leve curva en sus labios, que apenas alcanzó a ver… lo atormentó durante días.

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Escena 2: Raizel – El juego del poder

El salón del trono estaba en penumbra. Las antorchas creaban sombras que danzaban como espíritus en las paredes.

Raizel entró sin anunciarse, con una copa de vino en la mano. Se arrodilló ante el trono, sin necesidad de ser llamado.

—Te traigo paz… y peligro, Emperatriz. No sabés cuánto placer me daría servirte.

Lorena descendió lentamente. No era una reina bajando a su súbdito. Era una fiera evaluando a su presa.

Se detuvo frente a él, tomó la copa… sin tocarlo.

—¿Peligro? Eso me lo traen todos los días.

Lo que no me traen tan seguido es silencio… y obediencia.

Raizel levantó la mirada, con un destello de adoración.

—Podés tener ambas… si me das una noche de tu atención.

Ella empezó a caminar a su alrededor, como un fuego lento que lo iba envolviendo.

—Quizás.

Si aprendés a callar… y a mirar.

En vez de hablar como todos los hombres que quieren poseerme.

Él no respondió. No hacía falta. Estaba atrapado.

Y ella lo sabía.

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Escena 3: Kairo – Susurros en la oscuridad

Bajo el palacio, escondida entre muros de piedra antigua, estaba la biblioteca secreta. Pocos conocían su existencia. Aún menos sabían cómo entrar.

Lorena sí.

Y no fue una sorpresa encontrar a Kairo allí, rodeado de libros, como si el silencio lo hubiera llamado primero.

—¿No temés estar solo en mis pasillos? —preguntó, su voz un susurro envuelto en filo.

Kairo cerró el libro y la miró. Sus ojos verdes eran un pozo profundo de pensamientos velados.

—¿Y vos no temés que alguien como yo te vea… sin la corona?

Ella se acercó. Apoyó un dedo sobre el libro, sin desviar la mirada.

—La corona no me hace.

Yo me la puse.

Él asintió, con respeto.

—Y por eso… ardo en silencio cada vez que te veo.

Lorena lo observó. Seria. Sólida. Ardiente.

—Entonces no quemes aún.

Yo decido cuándo el fuego consume.

El silencio se instaló entre los dos, tan profundo como el abismo entre una reina y su sombra.

Y así terminó esa noche: con promesas no dichas, miradas que decían más que palabras y una sed compartida aún sin saciar.

En esta guerra por amor, nadie fue derrotado.

Ni nadie fue el vencedor.

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