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Chapter 2 - Capítulo 2 : "Confesiones Ardientes"

🔥 Contenido adulto : lenguaje erótico, tensión sexual, toques prohibidos, diálogos picantes.

La Confesión que no era para Dios

El sol de la mañana se filtraba por los vitrales de la iglesia, pintando de rojo y oro el cuerpo semidesnudo de Luciel . El ángel caído se estiraba como un gato sobre el estrecho catre de Gabriel, sus alas heridas—aún sangrantes—desplegadas en un espectáculo de dolor y belleza.

Gabriel se aferró al rosario que colgaba de su cintura. Era pecado mirarlo así. Pero no podía apartar los ojos.

—¿Vas a quedarte ahí rezando, sacerdote? —Luciel sonrió, mordisqueando una uva robada de la cocina—. O… ¿prefieres confesarme ?

Gabriel tragó saliva.

—No es momento para juegos.

—¿Jugar? —Luciel se incorporó, y la sábana que lo cubría se deslizó peligrosamente—. Yo nunca juego.

El aire se espesó. Gabriel sintió que el suelo cedía bajo sus pies.

—Si quieres confesarte, hazlo como es debido.

Luciel rió, un sonido oscuro y melodioso.

—Muy bien. Me confieso, padre…

Se levantó, desnudo salvo por las vendas, y caminó hacia el confesionario al fondo de la capilla. Gabriel lo siguió, cada paso una batalla entre la razón y el deseo.

--- La Tentación Hecha Carne

Luciel avanzaba frente a él, y Gabriel no podía apartar los ojos.

Era una visión sacrílega: el ángel desnudo, su espalda ancha como una catedral de músculo y piel dorada, cada movimiento haciendo resaltar la fuerza oculta bajo esa superficie divina. Las alas, majestuosas y relucientes, se alzaban con gracia felina, pero no eran ellas las que robaban el aliento de Gabriel.

No.

Era el modo en que Luciel caminaba.

Cada paso era un pecado, las caderas oscilando con una cadencia hipnótica, haciendo que el trasero—Dios, ese trasero —se tensara y se relajara en una danza obscena. Redondo, firme, escultural , como tallado para ser adorado. Gabriel sintió la boca seca, la lengua pegándose al paladar mientras imaginaba cómo apretaría bajo sus manos, cómo sabría esa piel si la mordía—

Y entonces, como si lo supiera, Luciel giró ligeramente el cuello, dejando al descubierto aquella línea delgada y elegante que conectaba su nuca con los hombros. Hermoso. Delicado. Mortal. Gabriel tragó saliva, notando cómo sus propias manos temblaban con el impulso de tocar, marcar, poseer .

Luciel sonrió— siempre sonreía, el maldito —y arqueó la espalda en un movimiento deliberado, haciendo que las curvas de su cuerpo resaltaran bajo la luz celestial.

—¿Te gusta lo que ves, Gabriel? —susurró, y su voz era como el roce de una pluma sobre piel desnuda.

Gabriel no respondió. No podía . Solo podía mirar , mientras el deseo le corroía por dentro como un fuego sagrado.

El Pecado a través de la Celosía

Gabriel se sentó en el lado del sacerdote, separado de Luciel solo por una fina rejilla de madera. A través de ella, podía ver el perfil del ángel—sus pestañas pálidas, sus labios entreabiertos.

— En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… —murmuró Gabriel, cruzándose—. ¿Qué pecados traes a confesar, hijo?

Luciel se inclinó hasta que su aliento caliente rozó la celosía.

— Me confieso, padre… de haber deseado cosas impuras.

Gabriel apretó los puños.

—¿Qué cosas?

—Besar a un hombre de Dios —susurró Luciel—. Tocarlo donde solo él mismo ha tocado.

El corazón de Gabriel galopó. Era una trampa. Una prueba.Pero su cuerpo no le obedecía.

—Eso… es un pecado grave.

—Lo sé —Luciel pasó una mano por la rejilla, rozando la manga de Gabriel—. Pero tú también lo deseas.

Luciel deslizó sus dedos con lentitud deliberada por el borde de la túnica de Gabriel, la tela áspera contrastando con la suavidad de su tacto. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Gabriel cuando aquellos dedos— fríos como mármol, pero vivos como llamas —se colaron bajo su manga, rozando la piel sensible de su muñeca.

— ¿Tienes miedo? — musitó Luciel, inclinándose hasta que su aliento, cálido y a miel, acarició el cuello de Gabriel.

El corazón de Gabriel martillaba contra su pecho como si quisiera escapar. Latido. Latido. Latido. Las orejas le ardían, el sudor frío perlaba su nuca, y allí abajo — ¡Dios lo maldijera! —una presión insoportable crecía, traicionera, hinchándose contra el tejido de sus ropas.

—D-Detente…— logró forcejear, aunque su voz sonó quebrada, débil , incluso para sus propios oídos.

Pero Luciel no obedecío. Al contrario, sonrió —una sonrisa de dientes perfectos y malicia divina—y entrelazó sus dedos con los de Gabriel, apretando justo cuando su pulgar encontró el rápido pulso en su muñeca.

—Mientes— susurró, deslizando el otro mano por el brazo de Gabriel, hacia el pecho—. Tu cuerpo clama por mí. Hasta este…— La mirada bajó, lenta , hacia la entrepierna de Gabriel, donde la tela ya no ocultaba nada.

Gabriel apretó el rosario hasta que las cuentas le marcaron la palma. Santa María, Madre de Dios… Pero ni siquiera la oración logró ahogar el gemido que se le escapó cuando Luciel, finalmente , posó su mano sobre el bulto ardiente.

La Mano que no debía Tocar

Gabriel debería haberse ido. Debería haber rezado un Padre Nuestro y echado agua bendita entre ellos.

En vez de eso, extendió la mano y ató los dedos con los de Luciel a través de la celosía.

El contacto fue electricidad pura. Luciel dejó escapar un gemido ahogado.

—Me confieso, padre…—continuó, la voz ahora temblorosa—. De haber imaginado cómo te sabrían los labios.

Gabriel no pudo más. Se inclinó, acercando los labios a la rejilla.

— Eres un demonio.

—No —Luciel sonrió—. Solo un ángel que ya no quiere volar.

Y entonces, Gabriel hizo lo impensable : pasó los dedos por la abertura del confesionario y le tocó los labios a Luciel .

El Confesionario en Llamas

El gemido que escapó de Luciel fue música prohibida.

—¿Cuánto hace que no te tocan, Gabriel? —susurró, lamiendo la yema de los dedos del sacerdote—. ¿Cuánto hace que no sientes ?

Gabriel no respondió. No podía. Su mente estaba en blanco, su cuerpo en llamas.

Con un movimiento audaz, Luciel le agarró la muñeca y la guió más abajo , por su cuello, su clavícula, hasta el pecho desnudo.

— Esto también es pecado, ¿no? —jadeó Luciel—. Confiésame, padre. *Dime cuánto lo quieres.

Gabriel estaba perdido. Su mano avanzó sin permiso, rozando un pezón endurecido. Luciel arqueó la espalda.

—¡ Gabriel…!

El sonido de su nombre en esa voz fue la gota que derramó el cáliz.

La Interrupción Divina

Un golpe en la puerta de la iglesia los separó como un rayo.

—¡Padre Gabriel! —la voz de Amadeo retumbó—. ¡Tenemos un problema con el baptisterio!

Gabriel se alejó como si lo hubieran quemado. Luciel, jadeando, se ajustó las vendas con una sonrisa de triunfo.

— Huyes como un pecador, sacerdote.

—Esto no puede pasar —Gabriel se pasó una mano por el pelo, desesperado—. No puede.

Luciel se acercó, esta vez por fuera del confesionario, y le susurró al oído:

— Pero ya pasó. Y volverá a pasar.

Antes de que Gabriel pudiera reaccionar, Luciel le mordió el lóbulo de la oreja— una promesa y un castigo —y se alejó descalzo hacia las sombras.

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