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Todo comenzó con un meteoro.

Cayó a las afueras de un pequeño pueblo en Canadá. Nadie lo vio venir. La roca, de más de cuatro metros de diámetro, abrió un cráter profundo al impactar. La curiosidad fue más fuerte que el sentido común. Un grupo de personas del pueblo se acercó a investigar… y ahí comenzó el fin.

El meteoro no trajo fuego ni destrucción inmediata. Trajo algo peor: un virus. Un organismo parasitario desconocido, agresivo y silencioso. Bastó con estar cerca para quedar infectado. No había tos, fiebre ni señales visibles en los primeros momentos. Pero una vez dentro del cuerpo, comenzaba a cambiarlo.

La infección se propagó por todo el pueblo en cuestión de días. Las autoridades, alarmadas, aislaron la zona con rapidez. Sorprendentemente, las medidas funcionaron: el brote fue contenido, y por un instante, pareció que la humanidad había logrado evitar la catástrofe.

Pero el verdadero problema apenas comenzaba.

Los infectados no murieron. Todo lo contrario: comenzaron a desarrollar habilidades sobrehumanas. Fuerza, velocidad, regeneración… capacidades que superaban los límites humanos. El gobierno no tardó en intervenir. En lugar de destruir el virus, lo estudió. Lo modificó. Lo usó.

Y fue ahí donde todo se salió de control.

Los experimentos alteraron la estructura del virus. Se volvió inestable. Se volvió más contagioso. Más agresivo. La nueva mutación escapó de los laboratorios y se propagó más rápido que nunca. Ya no solo se transmitía por contacto. El aire, el agua, incluso la tierra comenzaron a ser vectores.

El mundo entró en pánico. Algunos países, desesperados, recurrieron a medidas extremas: bombardearon zonas infectadas con armas nucleares, esperando erradicar la amenaza antes de que se expandiera más. Pero ya era demasiado tarde.

La enfermedad se había diseminado silenciosamente a través de portadores asintomáticos. Personas que escaparon del aislamiento sin saber que llevaban la muerte dentro. Cuando comenzaron a mostrar síntomas, ya era imposible rastrear el origen.

Y entonces, la mutación cambió todo.

No fue como en las películas de zombis. No hubo hordas de muertos vivientes. Lo que ocurrió fue peor. La radiación de las bombas nucleares reaccionó con el virus, alterándolo aún más. El resultado fue una plaga que ya no tomaba control consciente de sus anfitriones, sino que los deformaba, los destrozaba, los transformaba en criaturas sin alma, sin mente… solo instinto.

Los humanos no fueron los únicos afectados. Animales, plantas, insectos… toda forma de vida comenzó a mutar. Algunos organismos resistieron por más tiempo, pero la radiación globalizada y el avance del virus no perdonaron. La naturaleza se volvió irreconocible.

Lo que antes era una infección se convirtió en una deformación del mundo entero.

Las ciudades cayeron. Las fronteras desaparecieron. Las naciones dejaron de existir. La civilización colapsó en cuestión de meses. Los gobiernos fueron los primeros en caer, víctimas de su arrogancia y desesperación. El ser humano no estaba preparado para el desastre que él mismo había provocado.

Los pocos sobrevivientes solo podían esconderse… o adaptarse.

Con el tiempo, algunos humanos mutaron sin perder la cordura. Otros, simplemente sobrevivieron entre las ruinas, evitando a las criaturas que antes fueron personas, animales o incluso árboles. Pero ya no había un mañana. Cada día era una lucha por seguir respirando.

Así llegamos hasta hoy.

Un mundo roto. Cubierto de cicatrices. Donde todo puede matarte. Donde lo natural es extraño, y lo familiar es peligroso. Un mundo que fue nuestro… y que ahora es una pesadilla viviente.

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