Frente a la fuente del extremo sur de Lacos, donde el agua caía con un goteo melancólico y los adoquines estaban teñidos por la humedad del musgo, una figura encapuchada observaba el atardecer. Su postura era relajada, casi indiferente, pero sus ojos dorados, fríos y brillantes como la luna, revelaban hastío… y algo más: paciencia resignada.
**Fista**, hija menor de la influyente familia Tarbel, lo tuvo todo desde que nació. Una marca de rango alto, promesas de gloria y el cariño de una familia poderosa. Hasta aquella ceremonia.
El día en que intentaron sellarle una habilidad de élite, su marca no reaccionó. No absorbió nada. La sala se llenó de silencio, luego de susurros, luego de miradas que antes la aclamaban y ahora la evitaban. De promesa, pasó a ser fracaso. De joya, a mancha.
Algunos creían que su marca solo respondía a habilidades únicas o perdidas. Otros la llamaban defectuosa. Fista no discutía. Solo guardó el silencio, congeló sus emociones y comenzó a entrenar sola, lejos de Month, lejos de su apellido. Lejos de la niña que alguna vez sonrió.
Vestida con una túnica oscura, como un reflejo de su nuevo yo, esperaba en un rincón olvidado de Lacos.
Fue entonces cuando **Arthur** llegó, jadeando, el papel de la misión apretado entre sus dedos sudorosos.
—Hola… ¿tú pusiste el anuncio? —preguntó.
La figura alzó el rostro. Sus ojos dorados se clavaron en él como cuchillas silenciosas. Arthur tragó saliva.
—Sí, fui yo —respondió ella, con voz suave pero lejana—. Aunque ya me había resignado. Pensé que nadie vendría.
Arthur rió nervioso, rascándose la nuca.
—Perdón, me perdí por el pueblo... esto es como un laberinto con olor a humo y sopa rancia.
Ella no respondió.
—Eres aventurera, ¿cierto?
—¿Te molesta que lo sea? —replicó Fista, con una chispa de desafío.
—¡No, no! Para nada —se apresuró Arthur—. Es solo que... fuera de la recepcionista, no he hablado con muchas... ya sabes... aventureras. Supongo que fue por... eh, mi atuendo anterior.
Silencio incómodo.
—Bueno —dijo Arthur—. Mucho gusto. Soy Arthur. Arthur Schopenhauer.
Ella alzó una ceja. No comentó el apellido.
—Fista —respondió con firmeza—. Mañana, al amanecer, aquí mismo. Cinco colas de ratas piel de acero. Eso es lo que necesitamos. Recuerda: somos compañeros, no amigos. Si haces una estupidez y te mueres, no es mi culpa.
Se dio media vuelta y se marchó, su túnica ondeando como una sombra entre las calles dormidas.
Arthur se quedó viendo el lugar por unos segundos.
Y en ese momento, quizás por el juego de un destino invisible o por el capricho de una entidad que desde las sombras movía los hilos de Lost…
**se marcó un nuevo capítulo en la odisea del filósofo extraviado.**
Fin del capítulo.