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Un café para tres

Tenchin_D_Jeos
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Chapter 1 - Capítulo 1: La pasión de una noche en un bar

—Es tarde —murmuré mientras salía del bar y encendía un cigarrillo. Afuera, la calle estaba vacía, helada y muda, como suele estar en esta ciudad que, aunque llena de gente, se siente tan sola. Cada persona aquí carga su historia, su mundo. Al alzar la mirada, el cielo, profundo y oscuro, parecía absorberlo todo: el humo del cigarro, mi aliento, incluso mis pensamientos. Las luces se desvanecen allá arriba y los gritos se pierden en ese vacío existencial, tan profundo como la soledad que me habita hoy. ¡Qué dulce ironía! Ni siquiera sé por qué fui a trabajar. Tal vez para huir de esa habitación que se ha vuelto mi cárcel, donde los recuerdos son tortura constante.

La noche había sido floja; casi no llegaron clientes. Era miércoles, y estaba a punto de cerrar el café-bar Luna Menguante. Por dentro, sin embargo, dudaba: no quería regresar a ese cuarto. Entré de nuevo. El local, aunque pequeño, tiene un encanto particular: rústico, acogedor, con mesas en forma de lunas en distintas fases. El techo, decorado con luces que imitan constelaciones, brilla como un cielo estrellado. Es un lugar hermoso, único.

Mientras lo admiraba, perdido en memorias que guardan sus paredes, ella apareció.

No la esperaba. Entró justo cuando me decidía a cerrar. Como una luz en medio del vacío, su presencia me desarmó. Era una mujer de belleza impactante: cabello rojizo como llamas del sol, ojos grandes que atrapaban y absorbían la mirada como un agujero negro. Pero no era solo su rostro: había algo en su aura, en sus gestos, en su tristeza contenida.

No dije nada al principio. Solo la observaba, preguntándome si debía hablarle. Al fin, me decidí y me acerqué:

—¿Le puedo servir algo esta noche?

Ella me miró con esos ojos claros, como suplicando que la tocara. Me quedé sin palabras. Entonces dijo:

—Espere... quiero algo que me embriague rápido, que saque esto que llevo adentro. Tú sabrás qué servirme.

Asentí, volví a la barra, y sin pensar demasiado, le llevé un té con hielo.

—Yo no pedí esto —dijo, sorprendida.

—Cortesía de la casa —le respondí.

Me sonrió con una ternura que me hizo pensar en el amanecer.

—Pero para lo que tengo... necesito algo más fuerte.

—Puedo prepararle una bebida tan potente que ni un caballero alcohólico la soportaría —le dije, bromeando.

—Eso es justo lo que necesito.

Le preparé un Long Island Iced Tea, pero con un toque especial: en lugar de té, usé granos de café, como en mi país. Le llevé la copa y pregunté:

—¿Está segura de probarlo?

Sin responder, bebió. El trago, fuerte pero engañoso, la sorprendió.

—Está delicioso —susurró. Pero al poco rato, su rostro se transformó. Comenzó a llorar.

Sus lágrimas caían brillando bajo la luz de la luna, una imagen triste y hermosa a la vez.

Me acerqué con suavidad y le ofrecí una servilleta. Ella la tomó sin mirarme, como si el contacto visual le hiciera más daño. Permanecí en silencio, respetando su dolor. No era momento para preguntas.

—Lo siento —murmuró—. No suelo hacer esto.

—No se preocupe —dije, con voz baja—. A veces, llorar es lo más valiente que se puede hacer.

Ella me miró entonces. Por un instante, no hubo bar, ni ciudad, ni noche. Solo dos almas encontrándose en medio del abismo.

—¿Tienes otra de esas? —preguntó, señalando su copa.

—Claro —respondí, ya de camino a la barra—. Esta corre por cuenta de la luna.

Volvió a sonreír, y esa sonrisa, quebrada pero sincera, me dijo más que mil palabras. Su historia aún no la conocía, pero en ese momento, su dolor se volvió mío también.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté al regresar con la segunda copa.

Ella dudó unos segundos, como si su nombre fuese un secreto que le costaba entregar.

—Isabel —respondió finalmente, en un susurro.

—Bonito nombre —dije, dejando la copa sobre la mesa—. Yo soy Elías.

—Gracias por esto, Elías. No sé por qué vine aquí, pero algo me dijo que debía entrar.

—Tal vez fue la luna —respondí, intentando sonreír, aunque mi pecho ardía con una mezcla de compasión y deseo.

Ella dio otro sorbo y su mirada se volvió más clara, más pesada también. Había algo en ella que me atraía más allá del cuerpo, algo roto, algo que reconocía.

—¿Sabes? A veces solo quiero desaparecer —dijo, sin mirarme—. Como si el mundo pudiera seguir sin mí y no pasara nada.

—Te entiendo —respondí—. Lo he sentido también. Pero... aquí estás. Y yo también. Eso debe significar algo.

El silencio se instaló entre nosotros, pero no era incómodo. Era necesario. Afuera, la ciudad seguía muda, pero adentro, algo en nosotros comenzaba a despertar.

Después de un largo rato, Isabel apoyó la cabeza en la palma de su mano y se quedó mirando las luces del techo. El reflejo de las constelaciones se dibujaba en sus pupilas, como si contuvieran todo un universo por descubrir.

—¿Te molesta si me quedo un rato más? —preguntó con voz suave.

—No, claro que no —le dije—. Quédate lo que necesites.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —me dijo, luego de un sorbo largo—. ¿Tú también estás huyendo de algo?

La miré. Pensé en responder con evasivas, pero sus ojos exigían la verdad.

—Sí —confesé—. De una versión de mí mismo que no quiero volver a ser.

Asintió lentamente, comprendiendo. Me habría gustado preguntarle por qué huía ella, pero no era el momento. A veces el silencio protege mejor que las palabras.

El ambiente se tornó más íntimo. El bar, antes testigo de tantas noches solitarias, se transformaba ahora en un refugio. Saqué un vinilo viejo, uno de esos de jazz triste, y lo dejé girar en el tocadiscos. La aguja cayó con suavidad, y el sonido cálido llenó la estancia. Isabel cerró los ojos por un instante, dejándose envolver.

—Este lugar es mágico —susurró.

—No tanto como tú —dije sin pensar, y me arrepentí enseguida.

Pero ella solo sonrió. No se ofendió, no se incomodó. Aceptó el cumplido como quien recoge una flor que el viento trajo por accidente.

Nos quedamos así. Dos copas vacías. Dos almas llenas de grietas. Y un silencio que no pedía palabras.

Y en medio de ese instante suspendido, comprendí que la noche apenas comenzaba.

Isabel se incorporó lentamente, con los ojos todavía brillantes por las lágrimas y el alcohol. Caminó hasta la barra y se sentó frente a mí, como si necesitara acortar la distancia, como si el aire entre nosotros fuera demasiado denso para seguir respirando separados.

—No quiero estar sola esta noche —dijo, casi en un susurro.

No lo dijo con insinuación, ni con deseo carnal. Era una petición desnuda, vulnerable. Una súplica.

—Entonces no lo estarás —le respondí, sin pensarlo demasiado.

Nos quedamos así, frente a frente, compartiendo ese calor humano que a veces es lo único que impide que uno se desmorone por completo. Saqué dos copas más, esta vez con algo más suave. No necesitábamos más licor fuerte; ya teníamos suficiente fuego dentro.

La conversación fluyó despacio, como un río en la madrugada. Me contó sobre su hermana, de quien no sabía nada desde hacía años. De una ruptura reciente. De sus miedos. Yo también hablé, con esa franqueza que solo aparece cuando uno siente que ya no hay nada que perder.

Las horas pasaron sin darnos cuenta. Cuando miré por la ventana, el cielo comenzaba a clarear. Un tenue resplandor azul anunciaba el fin de la noche. Pero no queríamos que terminara.

—¿Tienes un lugar donde dormir? —le pregunté, con cuidado.

Ella asintió, pero luego negó con la cabeza.

—Sí, pero no quiero ir.

—Puedes quedarte aquí. En el piso de arriba hay un sofá cama. No es gran cosa, pero está limpio.

Me miró, evaluando mis intenciones. Lo entendí. En este mundo, las mujeres no pueden darse el lujo de confiar así como así. Pero algo en mis ojos, o quizás en mi silencio, debió decirle que podía estar segura.

—Gracias, Elías. Eres un buen tipo.

Le sonreí, sin saber qué decir. No lo soy, pensé. Pero esta noche quería serlo.

Subimos juntos las escaleras, con las luces apagadas. La penumbra del bar nos seguía como un velo, testigo mudo de todo lo no dicho. Le mostré el sofá, le ofrecí una manta. Ella la tomó con cuidado, como si también recibiera algo más.

Antes de acostarse, me detuvo.

—¿Puedo abrazarte un momento?

No respondí. Me acerqué y la rodeé con los brazos. Su cuerpo temblaba apenas. No por frío, sino por todo lo que venía arrastrando.

Nos quedamos así un rato largo. Solo dos personas que no querían romperse, encontrando en el otro una tregua momentánea. No hubo besos, ni promesas. Solo calor humano. Y eso fue suficiente.

Cuando se recostó, me quedé unos minutos más, mirándola desde la puerta. Su respiración se hizo más lenta. Se quedó dormida. Y entonces comprendí algo:

A veces, el amor no llega como un rayo fulminante ni como un incendio. A veces llega así: como una presencia silenciosa en medio de la noche, como un respiro en medio del caos. Como una tregua.

Bajé las escaleras y apagué las luces del bar. Afuera, el día ya había comenzado. Pero en mi pecho, la noche seguía viva.

Y por primera vez en mucho tiempo, no me importó.