Haruya se despertó en silencio, su mirada fija en las sombras que danzaban entre los árboles. Sentía los músculos más sueltos, su cuerpo más receptivo, su mente más aguda. La habilidad de resurrección, por más odiosa que fuera, estaba perfeccionando su cuerpo. Pero cada muerte seguía siendo una cicatriz que no deseaba volver a vivir.
—Hoy tengo que entender la jerarquía de estos monstruos... sus patrones, su organización... —murmuró mientras afilaba su cuchillo improvisado.
Durante tres días se dedicó a observar, evitando confrontaciones directas. Finalmente, tras una caminata larga, vio a un grupo de goblins. Se ocultó rápidamente entre los arbustos y comenzó a seguirlos a una distancia prudente: veinte metros exactos. Notó que algunos se separaban, iban en dirección contraria... como si tomaran turnos para descansar.
—Organización... turnos... —anotó mentalmente.
Luego de seguirlos por unos minutos, llegaron a una aldea destruida, cubierta por niebla y sombras. Haruya contuvo el aliento. Era una base. Una especie de asentamiento monstruoso.
Desde su escondite observó decenas de criaturas: ogros perezosos aplastados contra casas en ruinas, cíclopes golpeando piedras como si entrenaran, lobisomes dormitando cerca del fuego, entes caminando pesadamente, goblins corriendo de aquí para allá, y gárgolas inmóviles en los tejados, como estatuas... esperando la noche para cobrar vida. También orcos, enormes, armados y rugiendo entre ellos como si discutieran por territorio.
Y entonces lo vio.
El Caballero Corrupto.
Sentado en un trono improvisado hecho de espinas, huesos y trozos de hierro negro. Su presencia era como una llama de oscuridad. Haruya instintivamente giró el rostro, pero en ese momento...
—¡Lo siente! —El escalofrío que recorrió su espalda no fue natural.
Sintiendo que había sido detectado, se dio media vuelta, pegó el cuerpo al suelo y comenzó a retroceder. Pero algo brilló en el rabillo de su ojo. Una daga. Antigua. Mágica. Incrustada en la pared de una de las casas destruidas. Era hermosa, con un resplandor pálido y runas que parecían moverse.
—Esa daga... podría salvarme la vida... —pensó. Pero era demasiado arriesgado. Con el corazón latiéndole como un tambor, se alejó del lugar y regresó sigilosamente a su escondite.
Allí, jadeando y sudando, se sentó contra la roca que servía de refugio.
—Una aldea... en solo tres días. Esto es enorme... si sigo así, tal vez pueda escapar de este infierno.
Mientras tanto, en el castillo...
Los héroes entrenaban sin cesar. Cada golpe, cada hechizo, cada defensa. El sudor era una constante y la fatiga empezaba a pesarles. Eiden Faulkner, apoyado tranquilamente contra una pared, observaba a sus compañeros con su sonrisa habitual, relajada, casi perezosa.
Fue entonces cuando llegó la Princesa.
—Todos vengan. Es hora de explicarles sobre los Reinos.
Los héroes, exhaustos, obedecieron y la siguieron.
—Cada Reino está protegido por una Mano Derecha del Rey,—explicó la Princesa. —Un defensor absoluto que puede detener una guerra por sí solo. Son los seis pilares de estabilidad. Pero ustedes, si siguen entrenando... podrán superarlos. Serán conocidos por todo el mundo.
Los héroes intercambiaron miradas.
Vayne Halberd apretó los puños, emocionado.
—Quiero enfrentarme a uno de ellos.
Ragnar Voss, sereno, simplemente asintió.
Saphira Wynne sonrió con orgullo.
—Entonces entrenaremos hasta que nuestros nombres retumben en este mundo.
Selene Arkwright cruzó los brazos.
—No quiero ser famosa. Solo quiero perfeccionar mi poder.
Eiden, mientras tanto, seguía con su sonrisa tranquila.
La Princesa les explicó también sobre los emblemas reales, artefactos que cada defensor usa y que están vinculados a la magia central del Reino. Y que conocer esos secretos sería vital para ellos.
Cuando la charla terminó, ya era tarde.
—Vayan a cenar. Luego a descansar. Mañana retomaremos el entrenamiento.
Los héroes se dispersaron, conversando emocionados entre ellos.
Drake Morthan hablaba con Leonhardt sobre lo que significaba "honor real".
Mira Lorne se mostraba un poco preocupada, pero Alric Kestrel la tranquilizaba con una sonrisa.
Eiden, en silencio, observaba a la Princesa desde lejos. Mientras se alejaba, la vio hablando con el Rey. Y justo entonces lo notó:
Una sombra cruzó los ojos de la Princesa.
Solo por un instante.
Una mirada que no estaba dirigida al Rey... sino a nadie. Como si no fuera parte de la escena.
Eiden ladeó la cabeza.
—Interesante... —susurró para sí mismo.
—¡Eiden, vamos!—le gritó Caelan Draven desde el comedor.
—Ya voy...
Y siguió caminando con su sonrisa inalterable.