🜏Capítulo 1 – El reflejo de la luna
"🜏 Donde termina la carne, comienza el alma."
(extraído de los Manuscritos del Exilio, fragmento oculto en la Biblioteca de Ceniza)
"Tres sangres, una herida.
Tres noches, un nombre.
El fuego no elige al portador… lo consume.
Uno tomará forma.
Uno tomará sombra.
Uno será el guardián de la puerta que nunca debe abrirse.
Si el ciclo se niega,
el tiempo se pliega,
el mundo se muere…
y el demonio despierta."
Una luz azul, casi líquida, reptaba por las paredes, como si la piedra recordara su antigua piel.
En el centro, Rasen dormía. Su cuerpo, suspendido en cristales vivos, parecía flotar entre el sueño y el olvido. Las raíces translúcidas se enroscaban en su pecho, latiendo con un pulso que ya no era suyo.
No soñaba. No recordaba. Existía en el borde donde la carne se disuelve en la memoria.
Aisha, de pie ante el cristal, con las manos juntas frente al pecho. El resplandor bañaba su rostro con un tono espectral; lágrimas, casi imperceptibles, se deslizaban por su mejilla.
—¿Es la niña que viste? —murmuró, sin saber si hablaba consigo misma o con el cuerpo dormido.
Giró lentamente. En sus brazos, una pequeña figura envuelta en mantas de hilo sagrado respiraba con calma. Su piel tenía el color del amanecer antes del fuego.
Aisha la sostuvo como quien carga una promesa demasiado frágil para el mundo.
—Arisha —susurró—. Porque incluso en la oscuridad, tú naciste de la luz.
el eco de las runas comienza a latir detrás de ella.
De pronto, el santuario reaccionó.
Las runas que cubrían las paredes se iluminaron al unísono, un destello breve, como si el universo parpadeara.
El aire cambió de densidad; el cristal que contenía a Rasen vibró con un sonido profundo, semejante a una respiración antigua.
Aisha cierra los ojos.
—No despiertes todavía —dijo al aire—. El ciclo aún no te pertenece.
El resplandor se apaga. Solo queda el silencio.
El santuario retoma su quietud, y la cámara se aleja lentamente, mostrando a Aisha de espaldas, sosteniendo a la niña frente al cuerpo dormido.
Entre los tres, una línea invisible de luz los une.
Y en ese respiro suspendido, algo —en algún lugar del tiempo— comienza a moverse.
En otro rincón del mundo, el aire dormía sobre la mansión Kerens. El polvo, suspendido en su propio tiempo, hacía brillar los pasillos como si aún recordarán la vida que habían contenido.
Las paredes respiraban.
Lo juro.
Cada retrato seguía con la mirada al intruso, como si el fuego hubiera dejado su juicio en esas paredes.
Avancé sin respirar.
El estudio me aguardaba, el espejo cubierto por una tela negra: mi reflejo, mi castigo.
No lo había tocado desde el día en que Sanathiel se fue.
Mis dedos rozaron el borde del cristal. Una gota de sudor descendió hasta perderse en la grieta.
El reflejo me devolvió un rostro que no era del todo mío:
ojos dorados entre los míos violetas, un brillo que parpadeaba con respiración ajena.
Y entonces lo sentí —un reconocimiento antiguo, una memoria que la sangre llevaba oculta como filo—.
—El origen de nuestra maldición —susurré.
Silencio.
Ni el aire se atrevía a tocar el cristal roto.
El espejo tembló. Una grieta lo cruzó de lado a lado.
Y por un segundo vi a Sanathiel detrás de mí,
como si aún existiera un lugar donde ambos cohabitaran.
Pero cuando giré… no había nadie.
Solo mi respiración agitada y el eco del nombre que me perseguía.
"Varek…"
"¿Hermano… o sombra?"
Había jurado no volver a este lugar. Pero el nacimiento de Arisha reabrió algo que había sellado.
Si el ciclo comenzaba otra vez, debía conocer su fuente.
El espejo respondió a mi pensamiento. Su reflejo se distorsionó y mostró el santuario: Aisha, la niña, y el cuerpo cristalizado de Rasen.
—Espero que jamás despiertes… por el bien del otro niño —murmuré.
Dejé que la grieta siguiera su curso, porque ya no sabía cuál de los dos era el verdadero.
Afuera, el mundo se mostraba herido. Las ruinas de la ciudad aún humeaban.
Avancé hacia el bosque, donde la vegetación había reclamado su reino. El aire olía a hierro y lluvia vieja.
El canto de los pájaros me recordó que la naturaleza siempre sobrevive al pecado del hombre.
La grieta en la roca me esperaba. Su aliento olía a óxido y sangre antigua. Cada paso traía de vuelta memorias selladas por magia olvidada.
Las antorchas se encendieron al sentir mi presencia: el fuego me reconocía.
En la piedra, un símbolo emergía bajo la luz —un lobo en espiral devorando su propia cola, hecho de hueso y sombra líquida—.
En el centro, un ojo cerrado; dentro del ojo, una luna invertida; junto a la cola, un corazón humano apenas delineado.
Extendí la mano.
"Ouroboros."
El mundo se desdobló. Caí sin caer. Un espacio sin suelo ni tiempo me envolvió.
Frente a mí, una figura alada de ojos huecos sostenía una balanza rota.
A sus pies ardían tres llamas: una dorada, una roja y una blanca.
Una voz sin boca narró:
"Tres nacieron de un deseo que no debía tener rostro… y uno beberá el final de todos."
La figura señaló la llama blanca. Esta tomó forma de lobo, pero no aulló: se devoró a sí misma.
Mi cuerpo se volvió ceniza. Una mano sobre mi hombro me contuvo.
"Tu madre cantó para que el mundo no los viera nacer.
Tu padre maldijo su vientre.
Y tú elegiste… vivir, aún sin saber lo que eras."
Una sombra creció detrás de mí. El fuego blanco se volvió círculo de huesos, y en su centro, una niña de ojos claros me miró.
"Ella elegirá lo que tú temiste."
Rostros a destiempo desfilaron: la risa de un niño entre árboles; la mano cálida de Aisha; el pecho dorado de Sanathiel bajo la luna.
Vi mi propia mano clavando la daga, el símbolo del Ouroboros ardiendo como promesa y condena.
Grité sin voz.
El fuego marcó mi palma.
La visión no dio respuestas, solo certezas envueltas en duda: el ciclo era herencia, pero también elección.
Desperté en la cueva.
Las runas palpitaban y, en la oscuridad, dos ojos rojos se abrieron.
—Velmior Rahz… —susurré—. Padre.
El cuerpo frente a mí era una ruina hermosa, deformada por el tiempo. No respiraba, pero su mirada aún ardía con hambre.
—Al final, también lo sabías —dijo la voz desde dentro de mi sangre—. Todos volvemos al principio.
Mi rabia respondió con filo.
—Tú rompiste a nuestra madre. Engañaste su carne. Todo comenzó contigo.
Velmior sonrió sin labios.
—Y tú, hijo mío, fuiste quien me completó. Cada fragmento tuyo nació de mi deseo de eternidad.
Las runas vibraron. La piedra exhaló fuego.
Apreté el puño, recitando las palabras que Kerens me había enseñado:
Atra es'thel vuran.
Sa'nar velh.
El ciclo duerme donde el fuego arde sin llamas.
Las sombras obedecen donde la sangre niega su nombre.
Velmior, sin cuerpo.
Velmior, sin carne.
Te atan los hijos que no te eligieron.
Te niega el que lleva tu voz.
Aquí te quedas.
Entre el susurro y el eco.
Hasta que el último de tus nombres sea olvidado.
Las runas ardieron como un corazón de piedra. La jaula se cerró.
—Los niños están a salvo —dije sin temblar—. Y tú seguirás aquí.
Pero Velmior habló dentro de mi mente, un veneno dulce:
—¿Creías que esos ojos eran tuyos? Cada mirada tuya abre mi imperio. Cada curación reescribe mi memoria en tu sangre. Yo soy la puerta, tú la llave.
Su voz se hundió en mí, lenta, inevitable.
"Nos veremos de nuevo… cuando ella elija."
El eco quedó tatuado en mis venas. Sabía que hablaba de Aisha.
Me alejé del altar. La piedra aún palpitaba bajo mi mano quemada.
El aire exterior olía a hoja podrida y río antiguo.
Mientras caminaba hacia la noche, comprendí que algo —en algún punto del ciclo— se había quebrado.
Y que, si el ciclo podía romperse, la sangre también podía elegir nuevo dueño.
Detrás, en el santuario, los cristales que contenían a Rasen vibraron con un pulso tenue.
Una respiración.
Un intento.
Donde había nacido una vida, otra comenzaba a recordar la suya.
El reflejo de la luna, ahora, era el mismo en ambos mundos.
