WebNovels

Chapter 6 - Capítulo 06: Las cicatrices de Dios. Ren ishikami

—¿Qué? ¿Una historia...?

La pregunta queda suspendida en el aire por un instante. No era algo en lo que hubiera pensado, pero después de meditarlo un poco, la respuesta llega con naturalidad.

—Puedo hacerlo... ¿Por qué no?

Los recuerdos regresan, nítidos como si hubieran ocurrido ayer. Lye tenía la costumbre de hablar solo de vez en cuando. No importaba el momento ni el lugar. Mientras comía, murmuraba palabras entre bocado y bocado, como si conversara con alguien invisible. Cuando rezaba, sus plegarias eran apenas un susurro, como si temiera que alguien más las escuchara. Incluso al bañarse en el arroyo, su voz se mezclaba con el sonido del agua corriendo, como si estuviera contándole sus pensamientos a la corriente.

Día y noche... todo el tiempo.

Pero tú no estás aquí para escuchar esto, ¿verdad?

El arroyo divino...

Tan divino que siempre fue una farsa. Vamos, por favor, finge sorpresa.

Bien, ¿te parece si omito la historia del arroyo? Ya debes conocerla.

Como decía, cuando las cosas comenzaron a ponerse feas, todos aquellos que habíamos sido excluidos de las aguas divinas de Dios fuimos tratados como lo que realmente éramos a los ojos de los demás… Animales. Perros.

No, creo que nos estoy sobrevalorando.

La palabra que mejor nos describe es "cucarachas".

Es raro, ¿sabes? Cómo la gente más gritona fue quien tomó el control de algo que no era—o bueno, que ya no era—suyo. Y lo peor de todo es que, por alguna razón, nadie... en serio NADIE, hizo nada al respecto.

Sí, al principio todo parecía hermoso. Pero poco a poco, todo comenzó a retorcerse.

Cuando los "hijos de Dios" fueron creados, nosotros, las llamadas "cucarachas", nos convertimos en sus lamebotas personales. Oh, sí, recuerdo esos días. Yo debía tener al menos nueve... tal vez once años.

Un niño durmiendo hasta la 1 a. m. y despertando a las 3 a. m., en el mejor de los casos. Preparando la comida, lavando ropa, haciendo todo tipo de tareas... Ah, sí, también preparando las ofrendas para Dios.

Lye sabía describirlo perfectamente. De hecho, no hay otra manera de hacerlo.

Éramos animales que debían morir para complacer a Dios.

Dime entonces…

Si eran impuros. Si eran abominaciones. Si eran "cucarachas".

¿Por qué los hijos de Dios los devoraban con regocijo?

Preparar a las "damas de compañía" era parte de mis tareas. Así las llamaban oficialmente, pero mi amo tenía un término más adecuado.

Las putas.

*Rechiné los dientes.*

Eran mujeres.

Eran niñas.

Obligadas a satisfacer sus más bajos deseos.

Aún puedo escuchar sus súplicas. Al principio, era imposible de tolerar. Pero con el tiempo… aprendí a ignorarlo. No porque quisiera. No porque pudiera. Sino porque tenía que hacerlo.

O al menos, eso me repetía una y otra vez.

Pero entonces... la gota que colmó el vaso.

Lo que me hizo acabar con todo.

Dime…

¿Te gusta escuchar llorar a un bebé?

¿Sientes placer en ver a un ser indefenso, apenas capaz de respirar, retorcerse de dolor?

¿Te deleita saber que no puede gritar lo suficiente, que su cuerpecito es demasiado débil para resistirse?

¿Crees que Dios lo disfruta?

¿Crees que esto es lo que él quiere?

Aún puedo escucharlos.

Aún puedo verlos.

Aún puedo sentir el hedor de su miedo impregnándose en mi piel.

Aún puedo…

¿Yo podía hacer algo?

NO.

Como te dije… eso me hizo acabar con todo.

Y aun así, aquí estoy.

Contándote esto.

Curioso, ¿verdad?

Pero dime… ¿no es aún más curioso el hecho de que estuve ahí desde que todo se jodió?

Desde el primer grito. Desde la primera lágrima. Desde la primera vez que la sangre manchó mis manos… y no pude hacer nada.

¿Cuántos años tengo?

Tres cientos veinte.

Tres siglos viendo lo mismo.

Tres siglos arrastrándome como una cucaracha útil.

Eso decía mi amo. Lo repetía con satisfacción. Como si fuera un halago. Como si debería estar agradecido por haber durado tanto.

—No todos los de tu clase sobreviven tanto tiempo —decía con esa maldita sonrisa torcida—. Eres especial.

Especial.

Porque no lloraba.

Porque no gritaba.

Porque no me resistía.

Porque no era como los demás.

Decía que escogía con gran delicadeza a las pu…

*Tragué saliva.*

A las chicas.

Que tenía un "ojo excelente" para elegir a los "condenados".

A los bebés.

Los llamaba así.

Con una voz tranquila.

Con una sonrisa en los labios.

Como si no fueran nada.

Como si fueran ganado.

Como si no fueran…

¡¿CÓMO CARAJOS DICES ESO?!

¡DÍMELO!

¡DIME CÓMO PUEDES DECIRLO COMO SI FUERA NADA!

Me suicidé.

Lo hice.

No una vez.

Ni dos.

Perdí la cuenta.

En algún punto, dejó de importarme.

Ya ni siquiera pensaba en ello. Solo lo hacía.

Porque no había otra salida.

Porque nada iba a cambiar.

Porque… ¿qué otra cosa podía hacer?

Pero no pienses demasiado en eso. No te hagas ideas.

No intentes comprenderlo.

Yo mismo te lo puedo decir, te lo puedo confirmar.

Mi amo me dio agua del arroyo divino.

No podía darse el lujo de perder a una cucaracha que sabía hacer su trabajo.

No podía dejarme ir así de fácil.

No cuando le era útil.

Me pregunto… ¿en qué momento la muerte dejó de ser una liberación para convertirse en un privilegio?

Tú sabes de dónde provienen los poderes, ¿verdad?

Era obvio que yo también los tendría.

Mi amo era un completo bastardo.

Un idiota.

Un estúpido.

Un pendejo.

Un malnacido.

*Di un golpe que resonó con fuerza.*

El aire tembló.

Pero no importaba.

Podría seguir insultando sin parar, gritarle al vacío hasta quedarme sin voz, pero eso no cambiaría nada.

Nada.

Todos los días era lo mismo.

NO PODÍA DORMIR.

NO PODÍA RESPIRAR.

NO PODÍA ESCAPAR.

NO CON LO QUE ÉL HACÍA.

NO CON LO QUE YO HACÍA.

—Dios…

Mi voz era apenas un susurro al principio.

Un murmullo que se ahogaba entre sollozos.

—Dios, tú que eres amor puro y verdadero… el ser más justo y noble que existe…

Las palabras se enredaban en mi garganta.

Dolían.

Se sentían como agujas rasgando mi pecho.

—Por favor… te lo suplico…

Los dedos me temblaban.

Las rodillas me fallaban.

Las lágrimas me ardían en la piel como ácido.

—Mata a ese hijo de puta.

La desesperación se transformó en rabia.

Las súplicas en gritos.

—Hazlo sufrir. Que se revuelque en la miseria. Que incluso los fuegos del infierno sean un paraíso en comparación con lo que le espera.

Lo dije tantas veces.

Lo recé en cada momento.

Lo susurré cuando nadie escuchaba.

Lo repetí entre dientes, con la mandíbula apretada hasta que me dolieron los huesos.

Y cuando estaba completamente solo…

Me arrodillé.

Sujeté mis propias manos, tratando de detener el temblor.

Y supliqué.

*Señalé las marcas que caían desde mis ojos hasta la parte baja de mi mandíbula.*

Mis lágrimas…

Lloré tanto.

Tanto.

TANTO.

Que terminaron perforando mi piel.

Que marcaron mi rostro para siempre.

Pero nadie dijo nada.

Por supuesto que no.

¿Por qué lo harían?

¿Quién se preocuparía por las lágrimas de una cucaracha?

¿Quién se detendría a verlas cuando los gritos y los llantos de las víctimas de mi amo eran más ruidosos que los míos?

Nadie.

Nadie.

Nadie.

—Dios… por favor… mátame.

Mi última súplica.

Mi última oración.

Mi último aliento.

Sé que Dios existe.

Creo en Él.

Pero no soy el único en este mundo.

Seguramente estaba ocupado.

Ayudando al pobre.

Dándole fuerzas al indefenso.

Llevando de la mano al justo.

Seguramente…

Seguramente dándoles una vida mejor a las víctimas de mi amo…

¿Verdad?

Durante todo este tiempo, mi familia fue arrastrada a este infierno. Sin preguntar. Sin elección. Sin escape.

Y yo…

Mi pecho se oprimió como si una garra invisible me destrozara por dentro. Mi garganta se cerró, pero las palabras forzaban su salida. Mis labios temblaban, mis uñas se clavaban en mi piel, y mis lágrimas… Mis lágrimas caían sin cesar.

—Yo fui quien decidió… —mi voz se rompió, un sonido ahogado y desesperado que apenas reconocí como mío—. Yo dicté su destino…

¿Quieres saber por qué odio a los Hijos de Dios?

Porque los vi ahogarse en su propio poder con sonrisas de éxtasis en sus rostros.

Porque los vi destruir todo lo que tocaban con la certeza de que estaban haciendo "lo correcto".

Porque los vi… devorar a mi familia y llamarlo "sacrificio sagrado".

El eco de aquel día aún vive en mí, como un veneno que se niega a abandonarme. El aroma del incienso mezclado con sangre, los gritos sofocados, el sonido de la carne siendo marcada…

¿Sabes qué dijeron cuando mi madre, de rodillas y con el rostro empapado en lágrimas, suplicó que se detuvieran?

*"Dios está observando... No puedes negarte. Tú puedes dar a luz al próximo salvador."*

Esas palabras… esas malditas palabras. Dicha con una dulzura retorcida, con una fe inquebrantable que convertía su crueldad en virtud.

¿Quieres saber qué dijeron los Hijos de Dios cuando mi madre, con la voz quebrada y el alma rota, imploró por la vida de mi padre?

Cuando vio su cuerpo desplomarse en el suelo, cuando intentó arrastrarse hasta él, cuando su mirada se encontró con la mía…

*"Solo los elegidos pueden beber del Arroyo Divino."*

Eso dijeron.

Mientras lo golpeaban hasta que sus huesos se astillaron, mientras su sangre manchaba el suelo que llamaban sagrado, mientras él aún intentaba extender una mano temblorosa hacia ella.

Y yo…

Solo observaba.

No podía moverme. No podía gritar. No podía hacer nada más que grabar en mi memoria cada segundo de ese día maldito.

Cada palabra.

Cada lágrima.

Cada muerte.

Y desde entonces, vivo con ese pensamiento devorándome por dentro

Ja…

Una risa ronca, amarga, escapó de mis labios.

—Malditos perros…

El "sagrado" arroyo perdió su divinidad. Se pudrió, se volvió una mentira más en su teatro de fe corrompida. **Y ellos lo sabían.**

Pero aun así, continuaron con su farsa. Con sus alabanzas huecas, con su devoción ciega, con sus rezos ensangrentados.

**Hipócritas.**

Aunque el arroyo aún fuese sagrado, aunque su pureza fuese real… **jamás** habrían permitido que una cucaracha como yo probara siquiera una gota.

Me incliné hacia adelante, dejando que las sombras danzaran sobre mi rostro.

—Así que dime… —mi voz descendió hasta convertirse en un susurro venenoso—. Si ellos se tomaron la libertad de dictar el destino de las cucarachas en lugar de Dios…

Mis dedos se crisparon. La madera del vaso protestó bajo la presión de mi agarre.

—¿Por qué carajos no debería hacer **lo mismo** con ellos?

Un escalofrío de pura satisfacción me recorrió la espalda. Mi boca se curvó en una sonrisa torcida mientras alzaba el vaso hasta mis labios y bebía un trago profundo y pausado.

El líquido frío descendió por mi garganta como si me purificara de todo lo que alguna vez fui.

—"Solo los elegidos pueden beber del Arroyo Divino"…

Volví a beber. Más lento esta vez, saboreándolo.

—Pues mírame. He estado bebiendo sin parar. Y ¿sabes qué?

Mis ojos se alzaron, encendidos con una chispa oscura.

—**Es delicioso.**

...

...

...

Hubo un tiempo en que dudé.

Hubo un tiempo en que me pregunté si mi odio era una maldición o una prueba.

Pero ahora lo veo con claridad.

—Si… tienes razón…

Mi respiración se volvió más lenta, más profunda. Algo dentro de mí **encajó** como una pieza de un rompecabezas olvidado.

—Porque Dios también me eligió.

Y si Él me eligió, **entonces significa que ahora soy Su instrumento.**

Su peón.

Su verdugo.

Su juicio.

Cuando mi madre ya no pudo más… **algo dentro de mí se rompió**.

Algo **se reformó**. Algo que ya no puede volver atrás.

Y ahora, **ellos** conocerán el verdadero miedo.

La noche estaba en calma. Solo el leve crujido de la madera y la respiración acompasada de mi amo rompían el silencio.

Me deslicé en las sombras, avanzando sin prisa, con el pulso firme y la mirada fija en mi objetivo. La habitación estaba impregnada de un aroma denso, mezcla de incienso y sudor. Alrededor de él, varias chicas dormían en posiciones incómodas, cuerpos expuestos, mentes ausentes. Como animales abandonados. Como muñecas rotas.

Patético.

Pero yo no estaba ahí por ellas.

Sin previo aviso, hundí mi mano en su abdomen.

La carne se abrió con un sonido asqueroso, caliente y húmedo. No dudé. Seguí escarbando entre sus entrañas, apartando tejidos, rompiendo lo que hiciera falta, buscando aquello que lo hacía especial, aquello que lo mantenía por encima del resto.

Y entonces mis dedos lo encontraron.

Su cuerpo se estremeció. Sus ojos se abrieron de golpe y se clavaron en mí. Primero fue la sorpresa. Luego el horror. Y finalmente, lo que más deseaba ver.

Miedo.

Lo miré de vuelta. Una sonrisa se formó en mis labios, creciendo poco a poco hasta convertirse en algo más que simple satisfacción.

Triunfo.

Con un tirón brutal, arranqué la carne del inmortal de su interior.

Él se sacudió violentamente. Sus labios temblaron, querían decir algo, tal vez una súplica, tal vez una maldición. Pero ya no importaba. Nada importaba.

Porque ahora me pertenecía.

Apreté la carne en mi mano, sintiendo su poder palpitando, latiendo aún con vida. Mi boca se llenó de saliva.

Sin dudarlo, la devoré.

Calor.

Fuego.

Un torrente de algo indescriptible recorrió mi garganta, se esparció por cada célula de mi cuerpo, desgarrándome, reconstruyéndome. Mi piel ardió, mis huesos crujieron, mi mente se expandió hasta alcanzar algo que nunca había estado a mi alcance.

Cuando el proceso terminó, lo miré una última vez.

¿Qué pasó con él?

Lo hice cenizas.

No quedó nada. No un cuerpo. No un rastro.

Y no, no estoy bromeando.

¿Qué, acaso crees que alguien con regeneración no puede morir?

Se regeneran, sí. Son longevos, sí.

Pero no son inmortales.

Y mucho menos invulnerables.

Los demás Hijos de Dios me aceptaron de inmediato.

Por supuesto que lo hicieron.

Vamos, yo también era un elegido ahora, ¿no?

Sonreí para mis adentros al ver sus expresiones de bienvenida, sus palabras cargadas de falsa devoción, sus reverencias vacías. Me bastó con alzar la cabeza y caminar entre ellos para notar la verdad. No me aceptaban por fe. No me aceptaban por respeto.

Me aceptaban por miedo

Y eso me encantaba.

Así de hipócritas eran esos imbéciles.

Porque con los poderes que me otorgó uno de los últimos fragmentos del inmortal, ya no era un simple hombre.

Ahora podía ser un relevo para Dios en la tierra.

¿Por qué no castigué a los demás?

Simple.

Porque no quise.

Así como Dios prefirió ayudarme a su manera, yo haré lo mismo.

Dejaré que me sigan, que me idolatren, que crean que están a salvo bajo mi sombra.

Hasta que el momento sea el indicado.

Hasta que todas las piezas encajen.

Porque cuando finalmente tenga suficientes fragmentos del inmortal dentro de mí…

Cuando mi cuerpo y mi alma se llenen con la última esencia de lo divino…

Ese será el día en que todos reconocerán mi verdadero nombre.

Porque ya no seré un elegido.

Seré un Dios.

Con el tiempo, nació Lye.

Un niño fácil de influenciar, maleable como la arcilla en las manos adecuadas. Rápidamente absorbió lo que se le enseñó: avaricia, deseo, pecado. Creció sin restricciones, sin límites, sin nadie que lo frenara.

Y cuando finalmente entendió el mundo, lo hizo con una certeza inquebrantable:

Él estaba por encima de los demás.

Se miraba al espejo y veía algo más que un simple ser humano. Se llamaba a sí mismo Dios.

Yo también lo seré…

Pero aún no.

Lye vivió sin reglas. Sin leyes. Sin barreras que lo detuvieran. Y cuando llegó el momento de probar su poder, no tuvo piedad.

No dudó.

No vaciló.

Cuando su abuelo —o mejor dicho, su padre— bajó la guardia, Lye lo destruyó.

Fue letal, meticuloso, implacable. No solo lo mató, lo aniquiló.

Uno a uno, rompió sus huesos con la facilidad de quien aplasta un insecto. Con una fuerza que no debería pertenecerle, golpeó su abdomen con tal brutalidad que todo se esparció por el suelo, convertido en una masa amorfa de sangre y vísceras.

Todo… excepto la carne del inmortal.

Imagina eso.

Un simple humano, sin poseer aún un fragmento de divinidad, fue lo suficientemente poderoso como para acabar con un Hijo de Dios.

Aunque, bueno…

Nadie le dijo al abuelo que confiara en su propio hijo.

Supongo que Lye ya te contó sobre su vida de excesos, así que no vale la pena que me detenga en eso.

Lo interesante es que, a pesar de todo, **Lye se negaba a dejar a los demás Hijos de Dios.**

Tal vez solo quería ser parte de ellos. Tal vez por eso mató a su propio padre, para demostrar que era digno, que pertenecía.

Hablamos algunas veces.

Tomamos tragos algunas veces.

Compartimos mujeres algunas veces.

Podría decirse que Lye era el hermano menor que nunca tuve.

No hablaba mucho…

Al menos no conmigo.

Imagínate lo que hablaba con los demás.

Pensé en asesinarlo algunas veces.

No porque lo odiara. No porque me molestara su existencia.

Simplemente porque estaba en mi camino.

Lye, al igual que yo, era un hombre libre. Ajeno a todo. Sin ataduras, sin lealtades verdaderas, sin dioses a los que adorar… solo ambición.

Pero había una diferencia entre nosotros.

Él buscaba poder por el placer de aplastar a los demás, por sentirse por encima del resto, por mirar a los ojos de los mortales y hacerlos temblar.

Yo, en cambio, lo hacía por razones justas.

Vamos, si voy a ser el relevo de Dios, **debo convertirme en lo mismo que Él.**

Así que dejé de pensar en matarlo y empecé a verlo por lo que realmente era.

Un puente.

Un escalón más en mi camino hacia la divinidad.

Lye era el candidato perfecto para acercarme a Dios, para darme lo que necesitaba.

Su fragmento del inmortal.

Si lo entregaba por voluntad propia, bien por él.

Si se negaba… bueno.

Mi amo debe estar esperando otro sirviente.

Y yo no tengo problema en hacerle una ofrenda.

No lo hice.

Como te dije, él era como un hermano pequeño para mí. Y creo que esa es la única razón, la única maldita razón, que me detuvo.

Las décadas pasaron como el agua entre mis dedos. Cuando has vivido tanto tiempo, los años dejan de importar. Los siglos se vuelven días, los días se convierten en polvo. No esperas cambios. No esperas sorpresas. Solo sigues existiendo.

Hasta que Lye regresó.

Fue una aparición fugaz, casi irreal. Pensé en invitarlo a beber, en matar el tiempo como solíamos hacerlo, pero él no me dio oportunidad.

Sus ojos tenían una sombra extraña, y su voz… su voz sonaba hueca, vacía.

—Novara murió.

Soltó las palabras como si no significaran nada. Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se perdió en la multitud.

Lo miré alejarse sin decir nada. Mentiría si dijera que no conocía a Novara.

Era el único hereje.

El único que rechazó el regalo de Dios.

Los otros Hijos de Dios entraron en pánico al escuchar la noticia. Como perros rabiosos, deseaban encontrar su cadáver, despedazarlo y arrebatarle el fragmento que resguardaba. Pero la duda era un veneno peor que la codicia.

—¿Y si miente?

—¿Cómo siquiera podría saberlo?

Se aferraban a esas preguntas como si fueran su única salvación. Porque si Novara había muerto y su fragmento se había desvanecido con él, significaba que su poder no era eterno. Significaba que su superioridad no era más que una ilusión.

La verdad estaba allí, pero nadie se atrevió a tocarla.

Hasta ahí llegó la grandeza de los Hijos de Dios.

Me quedé en silencio, sopesando la situación. Podía ignorarlo, dejar que el tiempo hiciera lo suyo. Pero algo en la forma en que Lye lo dijo me inquietó.

Algo en sus ojos me obligó a moverme.

Así que lo busqué.

Sabía dónde encontrarlo. La ciudad.

Lye la amaba. Era su reflejo, su obra maestra. Un laberinto de luces de neón y sombras profundas, de caos y belleza entrelazados. Cada rincón tenía su esencia, cada callejón contaba su historia.

Era un lugar sin Dios.

Era el lugar perfecto para alguien como él.

Y si alguien sabía la verdad sobre Novara…

Era Lye.

Destrucción. Caos. Muerte.

Así es como debía ser.

El lugar era un cementerio. Las estructuras colapsaban como si el mundo mismo se estuviera desplomando bajo el peso del juicio divino. El aire estaba cargado con el hedor de carne, con el eco de gritos agonizantes perdiéndose en la sinfonía del desastre.

Y en medio de todo, lo encontré.

Lye Kuro.

No había tiempo para palabras vacías. No había necesidad de ceremonias absurdas.

Le dediqué un réquiem junto a los oficiales.

¿Que por qué?

Porque los Hijos de Dios no pueden ser juzgados.

Pero nadie dijo que lo mismo aplicaba para los que están por debajo de nosotros.

No dudé.

Hundí mi mano en su estómago sin piedad, atravesando su carne como si fuera papel mojado. El calor de su sangre cubrió mis dedos. Los órganos aún latían débilmente cuando los arranqué, su vida escapando con cada segundo que pasaba.

Busqué.

El fragmento del inmortal.

No estaba.

Escarbé más profundo, ignorando el asqueroso sonido de la carne desgarrándose bajo mis manos. Nada.

Ni siquiera el fragmento de su padre seguía allí.

Todo se había esfumado.

Era un chiste.

Un maldito chiste de mierda.

El rugido de mi furia desgarró la noche.

—¡ERES UN INÚTIL, LYE KURO! ¡UN MALDITO INÚTIL!

Mi voz resonó como un trueno en medio del infierno que había creado.

—¡No pudiste conseguir el fragmento de Novara! ¡No pudiste conservar el de tu padre! ¡Y NI SIQUIERA PUDISTE SOBREVIVIR, A PESAR DE LLAMARTE DIOS!

¿ME ESTÁS JODIENDO?!

¡Ni siquiera sirves como cucaracha!

Mi pecho ardía con un odio imposible de contener.

—Eres una basura. ¿Cómo mierda alguien como tú pudo ser asesinado?

Fue entonces cuando lo noté.

Las sombras acercándose.

Las ratas.

Alimañas despreciables que osaban husmear, que creían que esto era un espectáculo del que podían reírse.

Que pensaban que podían burlarse de mí.

Una risa retorcida escapó de mis labios.

—Vengan

Abrí los brazos, invitándolos.

—¡Sigan viniendo!

Eran ciegos.

No entendían.

No aprendían que **los asuntos de Dios solo pueden ser juzgados por mí.

Así que les ofrecí la única salvación posible.

El infierno.

La primera explosión iluminó la ciudad como un segundo amanecer.

Las llamas rugieron con una furia divina, reduciendo todo a cenizas, devorando cuerpos, arrancando almas de este mundo en una danza de destrucción.

El fuego se propagó como una bestia hambrienta.

Los gritos se fundieron en una sinfonía de horror.

Los cuerpos explotaban uno tras otro, fragmentándose en pedazos carbonizados mientras la ciudad entera se desmoronaba en el abismo de mi ira.

Y entonces, el cielo...

Ah, el cielo.

Un rojo carmesí hermoso lo cubría todo.

La visión perfecta.

La prueba de mi devoción.

Porque así debía ser.

Porque así lo quiso Dios.

Y yo obedeceré su palabra.

No importa cuántos mueran. No importa cuántas ciudades deban arder.

Voy a encontrar el fragmento del inmortal.

Porque ese es mi deber.

Porque si Dios realmente está observando… entonces verá lo que haré en Su nombre.

More Chapters