El rugido de los motores del jet privado rasgaba el silencio sepulcral del hangar en Rumania, una vibración grave que resonaba en las paredes de metal corrugado y en el centro mismo del pecho de Ryuusei Kisaragi . El líder permaneció inmóvil, con las manos cruzadas a la espalda, observando con una calma estoica cómo la silueta de la aeronave que transportaba a Aiko y Volkhov se elevaba, desafiando la gravedad y la niebla matutina, hasta convertirse en una mancha indistinguible bajo el cielo plomizo de Europa del Este.
Habían elegido su camino. Una bifurcación necesaria en la carretera del destino que él estaba trazando. Ryuusei sintió cómo un nudo invisible se formaba en su garganta; no era tristeza, sino el peso de la responsabilidad. Aiko, su protegida, ya no estaba bajo su ala directa; se dirigía hacia su propia guerra. Y él debía volver a ser el arquitecto solitario de un plan que abarcaba el mundo entero.
El silencio regresó al hangar, denso y frío.
Brad Clayton no caminaba. Se deslizaba a unos centímetros del suelo sobre una plataforma de roca que él mismo generaba inconscientemente, con las manos metidas profundamente en los bolsillos de su chaqueta de cuero desgastada. Se detuvo junto a Ryuusei, mirando el punto vacío en el cielo con una expresión indescifrable.
—Así que finalmente se fueron —dijo Brad, su voz áspera y carente de sentimentalismo—. La chica y el ruso. Solos.
Ryuusei no respondió de inmediato. Giró sobre sus talones, un movimiento fluido, y dejó que su mirada bicolor recorriera el hangar vacío. El aire estaba cargado de olor a aceite y ozono. Sobre una mesa improvisada hecha de cajas de munición, el mapa con las coordenadas de sus objetivos seguía extendido.
—Era necesario —respondió finalmente Ryuusei. Su voz era baja, cargada de una autoridad tranquila—. Necesitan forjar sus propios vínculos, Brad. Aprender a depender el uno del otro sin que yo sea su red de seguridad. Mi camino es diferente, y el tuyo, por ahora, está conmigo.
Brad descendió al suelo con un golpe sordo de sus botas pesadas. Su expresión era de puro cinismo.
—Claro. El camino del salvador solitario. Y supongo que yo soy el músculo que tiene que cargar con el trabajo sucio mientras tú mueves las piezas de ajedrez.
—Eres más que músculo, Brad. Eres un Elemental. Una fuerza de la naturaleza —corrigió Ryuusei, acercándose a la mesa—. Y ahora, tenemos trabajo.
—Tienes el mapa. ¿Por dónde empezamos? —preguntó Brad, señalando la lista de nombres con frialdad.
Ryuusei se acercó a la mesa. Su dedo, pálido y delgado, recorrió las líneas de latitud y longitud. Kaira en Bangkok. Chad Blake en Michigan. Ezequiel Kross en Alemania.
Su dedo se detuvo en un punto específico de Europa.
—Holanda —dijo Ryuusei sin dudar—. Bradley Goel. Es el más cercano geográficamente. Y su descripción es… problemática.
Brad se acercó, leyendo el archivo por encima del hombro de Ryuusei. —¿Bradley? ¿Otro Brad? Qué original. ¿Qué tiene de especial este chico para que sea nuestra prioridad?
—Es un velocista —explicó Ryuusei—. Pero no uno común. La información sugiere que es imposible de rastrear por medios convencionales. No aparece en las cámaras de seguridad, los sensores de movimiento no lo captan. Su frecuencia vital fluctúa constantemente. Es un fantasma cinético. Vibra a una velocidad que lo hace existir y no existir al mismo tiempo en nuestro plano.
—Suena difícil de atrapar —comentó Brad, rascándose la nuca con impaciencia—. ¿Tienes alguna idea de por dónde empezar a buscar a alguien que es literalmente demasiado rápido para ser visto?
—Tenemos una ventaja —respondió Ryuusei, cerrando el archivo con un golpe seco—. Su perfil psicológico. Es un adolescente, apenas diecisiete años. Y la información sugiere que, a pesar de poseer un poder que desafía la física, intenta llevar una vida mundana. Trabaja en un restaurante. Vive solo. Es un ancla humana para una existencia acelerada.
Brad resopló, generando una pequeña piedra en su mano y triturándola hasta convertirla en polvo. —Genial. Vamos a jugar a los detectives en Ámsterdam.
El viaje a los Países Bajos fue eficiente y silencioso. El jet privado surcó los cielos de Europa, y mientras el paisaje cambiaba de los bosques oscuros a los campos planos y geométricos de Holanda, Ryuusei meditaba en silencio. Brad, por su parte, miraba por la ventana con el ceño fruncido, claramente incómodo con la inactividad.
Aterrizaron en un aeródromo privado cerca de Schiphol. El aire que los recibió era fresco, húmedo y salado. Alquilaron un coche discreto, un sedán negro, y se dirigieron hacia el corazón de Ámsterdam.
La ciudad era un laberinto de ladrillo rojo y agua. La arquitectura era compacta, y las bicicletas zumbaban por todas partes.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Brad mientras conducían por las estrechas calles adoquinadas—. No podemos simplemente preguntar por él. Si es tan rápido como dices, se habrá ido antes de que terminemos la frase.
—Tenemos que empezar por lo básico. La red de inteligencia ubicó su última señal en el distrito de Jordaan. Hay docenas de restaurantes allí. No podemos usar tecnología avanzada para rastrearlo; su velocidad quemaría los servidores. Tendremos que confiar en la observación.
—Observación —repitió Brad con desdén—. Fascinante.
Durante los siguientes tres días, la paciencia de Brad Clayton fue puesta a prueba. Ryuusei y él recorrieron las calles de Ámsterdam metódicamente. Visitaron restaurante tras restaurante, observando a los empleados, buscando señales de alguien que se moviera de manera antinatural.
Era un trabajo tedioso. La ciudad era grande, y la gente fluía en un caos constante. Encontrar a alguien que podía moverse más rápido que el parpadeo humano era una tarea casi imposible.
Ryuusei utilizaba sus sentidos agudizados. Intentaba detectar cualquier anomalía en el flujo del tiempo, cualquier perturbación en el aire, esa estática eléctrica que dejan los velocistas al romper la barrera del sonido. Pero la energía de Bradley Goel era errática; aparecía como un parpadeo en el radar mental de Ryuusei y desaparecía antes de que pudiera triangular su posición.
—Nada —dijo Brad la tarde del tercer día, sentado con rigidez en una terraza junto a un canal—. O la información es errónea, o este chico es un mito. Llevamos tres días mirando camareros. Es una pérdida de tiempo.
Ryuusei sorbió su café negro, su mirada fija en la calle concurrida.
—Existe —respondió Ryuusei con calma—. Simplemente… su velocidad es su camuflaje. Se mueve tan rápido que el mundo ni siquiera registra su presencia. Vive en los espacios entre segundos.
—Pues su camuflaje es perfecto —masculló Brad, la frustración evidente en su tono—. Necesitamos que cometa un error. Necesitamos que se muestre.
Ryuusei dejó la taza sobre el plato. Consideró las palabras de Brad. La búsqueda pasiva había fallado. Bradley Goel no era alguien que se dejara encontrar; era alguien que reaccionaba. Su perfil indicaba impulsividad y un aburrimiento crónico debido a su percepción acelerada del mundo.
¿Qué podría llamar la atención de alguien que ve el mundo en cámara lenta? Una ruptura en la física. Algo que su mente acelerada no pudiera ignorar.
—Tienes razón —dijo Ryuusei, sus ojos heterocromáticos brillando con una nueva estrategia—. Necesitamos algo que lo obligue a intervenir. Algo que su instinto no pueda resistir.
—¿Cómo qué? —preguntó Brad.
—Un objeto en caída libre. Algo que nadie debería poder atrapar.
Decidieron cambiar de táctica. Esa misma noche, se posicionaron en la azotea de un edificio bajo en el distrito de los restaurantes, desde donde tenían una vista clara de la calle principal llena de gente cenando.
—¿Estás seguro de que esto funcionará? —preguntó Brad, mirando hacia abajo.
Ryuusei sacó una moneda de euro de su bolsillo.
—Los velocistas viven aburridos, Brad. Para ellos, nosotros somos estatuas. Si ven algo caer, si ven la oportunidad de intervenir en ese microsegundo donde nadie más puede, lo harán. Es un reflejo condicionado. Es su forma de interactuar con un mundo que es demasiado lento para ellos.
Ryuusei se acercó al borde de la azotea. Abajo, un camarero joven cruzaba la calle con una bandeja llena de bebidas, moviéndose con paso rápido pero humano.
—Si él está ahí abajo, si está oculto a plena vista... verá esto.
Ryuusei extendió la mano sobre el vacío. Soltó la moneda.
El metal giró en el aire, capturando la luz de las farolas. Cayó. Un metro. Dos metros. Tres.
El tiempo pareció estirarse para Ryuusei. Sus sentidos se expandieron, esperando la perturbación. Brad, a su lado, tensó los músculos, listo para cualquier contingencia.
La moneda estaba a punto de golpear el pavimento, a centímetros de los pies del camarero.
De repente, la realidad se fracturó.
No fue un movimiento visible. Fue un desplazamiento de aire violento y silencioso. Una ráfaga de viento localizada que levantó los manteles de las mesas cercanas.
La moneda desapareció.
Simplemente dejó de existir en su trayectoria, a centímetros del suelo. No hubo sonido de impacto. No hubo rebote.
Ryuusei y Brad miraron hacia abajo. El camarero seguía caminando, ajeno a que algo había caído cerca de él. Pero en la entrada de un callejón lateral, una figura joven, vestida con un uniforme de trabajo mal ajustado, se materializó por una fracción de segundo. El chico lanzó algo al aire—un destello dorado—y lo atrapó de nuevo, antes de desvanecerse en la oscuridad con un efecto de desenfoque.
Ryuusei se enderezó, una sonrisa de satisfacción cruzando su rostro.
—Contacto visual confirmado —dijo Ryuusei.
—Ahí está —murmuró Brad, su tono cambiando de aburrimiento a la seriedad de un cazador—. Te tengo.
La búsqueda pasiva había terminado. El verdadero desafío de reclutar a Bradley Goel, el fantasma cinético, acababa de comenzar.
