En la solitaria celda que ahora llamaba hogar, Ethan se dejó caer con un suspiro cansado, aferrándose a una fotografía como si fuera su última conexión con la vida que había dejado atrás.
Los días transcurrían sin prisa, delineados por rutinas que moldeaban su cuerpo y desgastaban su mente.
Las heridas del cuerpo cicatrizaban; las del alma, en cambio, aprendían a sangrar en silencio.
Con el tiempo, su cuerpo siguió cambiando.
Los músculos se endurecieron, los reflejos se afinaron, y el cansancio se convirtió en un recuerdo distante; pero esa fortaleza tenía un precio.
Cada entrenamiento lo alejaba un poco más de sí mismo.
La oscuridad le ofrecía la fuerza para cumplir su venganza, pero le cobraba con fragmentos de humanidad.
En la soledad comprendió cuánto necesitaba el calor de sus amigos, pero ya era tarde: la distancia y el sonido de su respiración se habían convertido en su única compañía.
Sus manos, casi por instinto, buscaron algo sobre el viejo escritorio.
—Debe estar aquí... —murmuró, mientras sus dedos tropezaron con un viejo diario.
Al instante, el polvo se alzó, como un suspiro olvidado. La textura áspera de las páginas le recordó que el tiempo, al igual que su dolor, también dejaba heridas que nunca lograrían cicatrizar.
Al abrir el diario, las palabras resplandecieron en sus ojos, como si lo hubieran estado esperando.
"Primero que nada... debemos tener cuidado con la bomba implantada en nuestros corazones.
Este dispositivo, conocido como la válvula de obediencia, es una pequeña pieza hecha de cobre, diseñada para sincronizarse con cada latido del corazón.
Si logramos generar un impulso electromagnético de gran escala, podría ser desactivada, pero debe hacerse con precisión.
La única oportunidad es cuando el reloj marque las 3:33 a.m.
En ese momento, el cuerpo entra en un breve estado de reposo eléctrico. Durante esos dos minutos, la bomba deja de recibir energía.
Ese es el único instante en que un pulso externo puede invertir la corriente y desconectarla... sin arriesgar la vida en el proceso".
Ethan tragó saliva y siguió leyendo, su mirada fija en las palabras parecía quemarle la mente.
"Tú que estás leyendo esto, tal vez te preguntes de dónde obtuve esta información, ¿verdad?
En el umbral de la muerte, la doctora Verónica me confesó estos secretos.
Si todavía tienes algo por lo que luchar, suprime
el dolor, la compasión y el miedo.
Deja que crean que estás de su lado; es la única forma de sobrevivir entre ellos."
—¿Dónde está el resto...? —susurró, mientras las páginas siguientes se volvían borrosas ante sus ojos.
El diario databa del año 1910.
—Entonces... apagaré mis emociones —murmuré, con voz ronca—.
De esa forma, el plan que tengo en mente podría funcionar.
Si ya no siento, ya no perderé nada más.
Pido permiso a esta oscuridad que me rodea, para recordarte una última vez, Ester.
Eras una niña cuando te hallé, en una noche de invierno.
Yo había escapado del palacio solo para conocer la capital, para ver el mundo más allá de las paredes doradas... y allí estabas tú.
Recuerdo los días que compartimos.
En ese entonces no sabía lo que sentía por ti, pero con el paso del tiempo empecé a verte de otra forma.
¿Era amor...? No lo sabía. Quizás solo era confusión, porque apenas tenía once años.
Pero el tiempo me enseñó que no era simple aprecio.
Eras mi refugio en medio de un mundo que solo veía en mí a un príncipe.
Me llamabas "mi señor".
Lo hacías con esa voz inocente, y cada vez que lo oía sentía que pertenecía a algún lugar.
Me confundían con una princesa por mi rostro, lo sé, y quizás por eso me tratabas con ese aprecio.
Pero lo que me unía a ti no era eso...
Era tu mirada —esa mezcla de fe e inocencia— lo que me hacía sentirme vivo en esa prisión dorada.
Cuando los demás hijos de nobles me buscaban solo por conveniencia, tú simplemente me hablabas como si yo no fuera una persona a la cual pedir un favor.
Y eso, Ester, eso fue lo que más me marcó.
No te lo dije nunca... porque temía arruinarlo.
Temía que pensaras que confundía cariño con amor, que solo era un niño que se aferraba a la única persona que lo trataba con ternura; claro está que mi familia era la excepción.
Pero hoy lo sé con más fuerza.
Te amaba.
De una forma pura, aunque incompleta.
Tal vez por eso dejé que Nadia se acercara, para llenar ese vacío.
Quise convencerme de que ese corazón podía olvidarte.
Gracias, Ester.
Gracias por estar a mi lado, por serme leal, por no abandonarme cuando perdí a mi familia.
Si algún día nos volvemos a ver en la otra vida, espero nuevamente caminar junto a ti.
Ethan se dejó caer sobre la cama, como si fuera arrastrado por las corrientes tranquilas de un río, abandonando todo rastro de temor en el camino.
Para él, la oscuridad ya no era un castigo, sino un abrazo acogedor; una compañera silenciosa que lo envolvía con su manto protector.
Solo quedaba esperar.
Los años llegarían, uno tras otro, hasta el día en que pudiera cumplir aquello por lo que aún respiraba.
El zumbido de las máquinas llenaba la habitación con un murmullo constante. En el centro, tras el cristal de contención, él dormía bajo la tenue luz azul que parpadeaba cada pocos segundos. Cada destello iluminaba las heridas que recorrían su cuerpo, como un mapa del dolor que lo había moldeado.
El aprendiz observó en silencio, con las manos tensas sobre el panel.
Durante un instante, creyó ver el pecho del joven moverse apenas, como si soñara.
Ese pequeño gesto bastó para quebrar su compostura.
—Doctor Jasón... —dijo al fin, con la voz temblorosa—. Entiendo su método, pero no puedo evitar pensar que estamos tratando a este niño de una manera inhumana.
Jasón, sin apartar la vista de los monitores, respondió con calma.
—¿Inhumana? —repitió—. He estudiado cada parámetro, cada límite del joven Winter. No lo hacemos por crueldad, sino por necesidad.
—Si llegaras a comprender la naturaleza de los Winter, preferirías morir antes que enfrentarte a uno de ellos.
Por eso lo moldeo. Por eso lo encierro.
Estoy construyendo una mente capaz de resistir lo que viene... y de obedecer cuando el momento llegue.
El aprendiz bajó la mirada.
—¿Se refiere a los sucesos que ocurrirán cuando ellos... salgan de aquí?
Jasón dejó escapar una leve risa mientras se inclinaba hacia el cristal.
—Exacto —dijo en voz baja, como si hablara solo—.
La tercera fase del proyecto está a punto de comenzar.
Cuando ese día llegue, no habrá lugar en el mundo que sea seguro para ellos.
Mis creaciones obedecerán mis órdenes...
y cuando eso ocurra —una sonrisa apenas curvó sus labios— la verdadera competencia por la supervivencia habrá comenzado.
El silencio volvió a llenar la sala.
El aprendiz bajó la mirada hacia los monitores, como quien evita incomodar con su presencia.
—Parece que el conflicto en el norte sigue sin ceder —dijo en voz baja—.
El Reino de Roster se dividió… los caballeros rebeldes de la corona se establecieron más allá de las montañas y proclamaron su independencia.
Jasón asintió apenas, sin apartar la vista del cristal.
—Era inevitable —murmuró—. Cuando los ideales chocan con el poder, los reinos se parten como vidrio.
—Dicen que el Duque de los Lobos fue ejecutado —continuó el aprendiz, buscando su reacción—.
Lo acusaron de permitir el paso a los rebeldes.
—Una decisión predecible —respondió Jasón, con una sonrisa apenas visible—.
Pero su sacrificio les dio el tiempo que necesitaban.
Los muros del norte ya están reparados.
El aprendiz levantó la vista, inseguro.
—Entonces… ¿la guerra sigue?
—Sigue, y seguirá —dijo Jasón—.
Mientras Ester respire, siempre habrá alguien dispuesto a seguirla.
—He oído rumores sobre el Caballero Ejecutor —añadió el aprendiz—. Dicen que lucha bajo su estandarte.
—Lo hace —admitió—, y por eso la moral de sus tropas se mantiene alta.
Pero el tiempo juega a mi favor.
Cuando mis creaciones despierten, no habrá lobo ni muro que las detenga.